Me too (Ya tozhe khochu, 2012) compite en la Sección Oficial del Festival de Cine
Europeo de Sevilla de este año. Fue presentada en el último festival de Cannes.
Curiosamente, tiene el mismo título internacional que la película Yo, también
(Antonio Naharro, Álvaro Pastor, 2009) que se desarrolló en la última productora donde
trabajé. No posee ninguna otra coincidencia.
Me
too narra la insatisfacción de diversos personajes en la Rusia actual: un
músico callejero, un asesino de la mafia, un delincuente, y una prostituta.
Todos viajarán hacia una iglesia perdida, donde, cuenta el rumor, una fuerza
desconocida y mágica te transporta hacia otro mundo. Uno donde se puede ser
feliz.
Aleksey
Balabanov ya tiene una carrera con reconocimiento entre la crítica, y muchos lo
ven como miembro representativo de una ola de autores rusos que ha atraído el interés de los expertos.
"Over the past half-decade several directors
in their mid-forties and older have been turning out remarkable work of mature,
sometimes visionary excellence including Balabanov, Andrei Zyagintsev (Elena), Aleksandr Mindadze (Innocent Saturday)
and Svetlana Proskurina (Truce),
while Alexander Zeldovich's
futuristic epic Targethas
a passionate cult following."
Digo
esto porque Me too es de esas películas cruzada de referencias que son imprescindibles para su disfrute. Esto, a la vez, representa que el resto de
espectadores, los que no conozcamos sus otros films, o esas posibles
referencias, cinematográficas o literarias, es muy probable que nos veamos
bastante desasistidos. Sólo nos queda agarrarnos a lo que la película nos ofrezca
en sí.
La
forma más conveniente de tomársela es bajo el tono de farsa. Ya desde esa
premisa hay que olvidarse del realismo y hasta de la lógica. Ese tono es la
única excusa para aferrarse, y que esta especie de fantasía absurda sea
aceptable en términos de verosimilitud. Porque, a diferencia de la preocupación
visual (y sonora) de Leones, aquí lo fantástico no se despliega de forma
reconocible hasta casi el final. De hecho, es casi seguro que hasta este punto
de partida entre dentro de la broma que pretende el director.
¿Cuán
contagiosa es esa broma? Pues eso depende, como digo, del ojo de cada uno. O,
mejor dicho, de cuán informado esté dicho ojo. Si las bromas privadas de,
pongamos, Tarantino, en su amalgama de “inspiraciones”, son más fáciles de rastrear
por un espectador medio (al cabo, las películas a las que remite son más
accesibles y parte del cine “popular”), las de Balabanov son, o más ambiciosas
o más alejadas del conocimiento público. Si quieren una similitud que yo sí
detecté, apunten a Aki Kaurismäki. Tengo abandonado desde hace muchos años al
director finlandés, pero me atrevería a decir que esa estrategia del humor frío
era más efectiva en él. Además, también rememoro que esa distancia, incluso en
el estilo de las interpretaciones, tenía un humanismo que por aquí no
encuentro.
No
cabe hablar de personajes, sino de entes, y hasta estereotipos, que son
intencionados. Un ejemplo es cómo Alisa, la prostituta, se presenta una vez
aceptan llevarla en el coche que comparten los demás. Con dos frases, resume su
supuesta motivación. Puede que la interpretación sea fiel a cuán dramático es
para ella, pero esa forma de presentarla indica que Balabanov se burla del
personaje como estereotipo. Puede que esta galería quiera ser un muestreo de
parte de lo que pulula por la Rusia de nuestros días, aunque lo de la
road-movie sea un esquema tomado de otras latitudes. Sin verdaderas
psicologías, y con un argumento esquematizado en esa meta soñada hacia la que
se dirigen, no podemos aferrarnos a nada más que a ese tono, y, más adelante, a
la atmósfera que se crea una vez penetren en el pueblo donde está la iglesia.
De
lo primero, podríamos decir que, una vez aceptemos el juego, puede que
encontremos cierto placer. El problema es que Balabanov se empeña, además, en
que Me too empiece demasiado tarde en ese sentido. Al igual que un tema musical
reiterado (aunque admito que voy a investigar al cantante autor del tema,
Leonid Fedorov), el film se encalla, se repite, da vueltas. Y durante todos
esos minutos antes de que comience de veras el viaje apenas hay nada más allá
de las acciones necesarias: cogen el coche, acuden a la prisión donde está el
tercer pasajero, que también quiere huir y “ser feliz”, lo rescatan, van a casa
de éste, recogen a su padre…
No
dudo que todo ello tenga su intencionalidad, aunque, de cualquier modo, esta
morosidad, si bien incide en otra humorada (la de que la road-movie tampoco
sea, como en otras historias, el cuerpo verdadero de lo que pasa) puede desatar
nuestra impaciencia. Y hacernos preguntarnos si la burla constante hacia
ficciones que no están ahí son suficientes para sostener ésta a la que
asistimos.
Luego,
además, la broma puede hacérsenos pesada. Colocarse por encima de los
personajes es un tipo de humor que a veces ha sido muy español, y en muchos
círculos está es aceptable. Sin embargo, en mi caso el límite saltó con la
crueldad a la que se somete al personaje de Alysa. Puede que no haya que
asimilarlo en clave realista, pero la actriz y el paisaje a la que fuerza el
resto del grupo, con un engaño a que atreviese son bien palpables. Los
personajes llegan al límite que da comienzo a esa zona “fantástica”, donde, a
diferencia de los parajes circundantes, todo está nevado. Es una buena idea (y,
además, por fin, visual) para que se transmita lo fantástico o lo ilógico.
Entonces, el pistolero mafioso echa a Alysa del coche, explicándole que la
iglesia no recibe mujeres, a no ser que vayan desnudas. Alysa, obsesionada con
esa felicidad que anhela (todos repetirán hasta la saciedad lo de “Me too”, “yo
también” la busco), se desprende de sus ropas. Desnuda y expuesta al frío,
tiene que correr entre la nieve para seguir el ritmo del coche.
Como
gracia, la encontré machista y, como decía, cruel. Puedo equivocarme, pero aquí
sí que encontré coincidencias con ese matiz de chascarrillo al modo español. El
resto de viajantes sí, son patéticos, pero qué curioso que, todos hombres, a
ninguno de ellos se les despoje de sus ropas, se le exponga en su máxima
debilidad (Alysa se hace unas heridas visibles en las piernas, del roce con la
nieve).
Esta
última parte ya había alcanzado un poco más de vuelo; es posible que haya un
tanto de ese disfrute que yo mencionaba antes (si bien dependerá de cuánto te
indigne el chiste machista con Alysa). Pero todo sigue basándose en esa
estrategia repetitiva que busca mover a la sonrisa. Sí, el mafioso no hace sino
contar barbaridades (los asesinatos que comete por los motivos más peregrinos);
sí, el músico es un contrapunto en los planos de reacción a cada una de las
tonterías que dice aquél o el ladrón, acompañada su cara de paciencia con un
trago más a la botella de vodka. Y sí, queda claro que Balabanov incide en que
nos tomemos a coña las aspiraciones metafísicas de cada uno de ellos, así como
ese deseo, mediatizado y triturado ya mediante mil sistemas, de que cada uno de
nosotros alcance la felicidad.
Puede
que este mensaje, esta idea, contente a muchos, aunque yo encuentro en ello un
rasgo de cinismo (paralelo a cómo mira el guión a sus personajes) que no me
parece nuevo ni, desde luego, refrescante. Aunque también hay quien ha interpretado que, pese a la distancia y el humor, Me too apuesta por la metafísica.
Más
bello y extraño es ese lugar fantasmagórico en el que se mueven. La iglesia, en
ruinas, se levanta en este pueblo abandonado por la contaminación de un reactor
nuclear dañado. Hay cuerpos por todas partes.
Poco
más hay, para quien no tenga las claves de las bromas privadas de Me too. Ello
relanza la pregunta de si una obra es exitosa si requiere de lecturas o
visionados complementarios. No tengo la respuesta. Mientras aguardo a confirmar
si esas otras películas o novelas agrandan el alcance de este film de Alexey
Balananov, de todos modos me cuestiono si para distanciarnos de la
trascendencia y sus vicios es necesario transitar hacia el cinismo que
deshumaniza todo.
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