miércoles, enero 30, 2013

GUIONECES: DIÁLOGOS EN KILLING THEM SOFTLY (I)



En Killing Them Softly hay diferentes tipos o clase de diálogos. O mejor, digamos que hay diálogos con intenciones diferentes. 
Hay algunos spoilers, a continuación. Pero tranquilos, que tampoco destrozan la película. 

Hay, en la presentación de los ladrones, una cercanía con eso que ya nos enseñó Tarantino: los criminales hablan de tonterías o temas sublimes con la misma facilidad que cualquiera. Sus diálogos, de paso, sirven para definir. Pero definir, más que los personajes, su lugar en el escalafón de este universo de criminales. Como afirma esta crítica de Peter Bradshaw para The Guardian, quizá haya también aquí una herencia que se remonta a Casino (Martin Scorsese, 1990) o a la serie de televisión Los Soprano. Nada de tipos duros, callados, mitificados, "profesionales". Malvados, puede. Pero también estúpidos; cercanos, y tan "normales" como nosotros.

Aún hay una función más para estos diálogos: establecen un lenguaje. Un modo de hablar. Un acento, si se ve en versión original. Un slangEsto casi hace que pensemos automáticamente, también, en The Wire. Pero The Wire, que también busca ese realismo, ese naturalismo, trabaja sobre otros parámetros, a veces hasta contradictorios (por eso resulta mayor logro que funcione como dicha historia "realista"). Un personaje como Omar se codea con la mitificación, por muy "real" que sea su persona que lo inspirara. Los seres de Killing Them Softly lo ponen más difícil para la identificación, como también le pasaba a algunos de los criminales episódicos de las primeras y segunda temporada de Justified. No, los diálogos de los ladrones de la película de Andrew Dominik no crean "grandes personajes". Son demasiado de andar por casa. 

Pero luego tenemos el diálogo en el coche, camino de ese "golpe" que le han encargado a los dos ladrones. Sí, aquí vuelve ese diálogo más naturalista, más hiperrealista, más de hablar de nada, en realidad. Y entonces, una anécdota se convierte en una manera de que entremos en ellos, y los conozcamos mejor. 



 


Aquí hay un anticipo de lo que será el cierre. Este personaje tiene un segundo, apenas nada, de reflexión, entre tanta broma. Y será él quien lo recupere al final. Hasta los diálogos más "caóticos" ocultan una estructura.




















El desenlace de la anécdota con esa chica se vuelve dramático. Frankie (el que conduce) añade una frase para restarle importancia. Pero no importa. El guión y este diálogo nos permite una ventana a entender que sí, son criminales. Y sí, son algo idiotas, algo chulescos, algo locos. Pero el compañero no se cree esa frase de consuelo. Tiene un momento de claridad y lo ve. Ve cuán jodidos están todos ellos, y los que le rodean, en ese escalón último de la cadena alimenticia. Por desgracia, el guión no desarrollará del todo esto, y, como pista, a lo mejor es insuficiente para que sepamos que estos "tirados" son (y serán) las víctimas. O bien, como digo, al guionista (además de al autor del libro en que se basa) no le interesa tanto que nos pongamos del todo de su parte. 

En otras ocasiones, en las escenas de diálogo de esta película hay la necesidad de que se traiga a colación alguno de los temas de fondo. Como esas escenas que yo mencionaba en mi análisis aquí, y que se centran, sobre todo, en establecer cómo esta organización criminal funciona como una empresa más (igual de mal, por cierto).

El tercer tipo de escenas de diálogo son las que yo hallo más interesantes. Las que suman ese posible tema a la exposición de los personajes. Peculiar es que aquí Dominik nos enseña que sabe dirigir actores, y que controla bien los pequeños detalles de interpretación. No hacía falta que hiciera malabares en esas otras escenas de acción, como decía yo en mi análisis de la película. Pero esas escenas más focalizadas en los personajes lo dejo para el próximo post.

domingo, enero 27, 2013

KILLING THEM SOFTLY (ANDREW DOMINIK, 2012): ANÁLISIS


Killing Them Softly (Andrew Dominik, 2012) cuenta la historia de diversos personajes enredados en distintos niveles del mundo criminal, a partir de un robo a una partida ilegal de cartas. Está basada en la novela de George V. Higgins, que, según leo aquí, se centraba más en un retrato de los bajos fondos. Andrew Dominik, sin embargo, lo ha conjugado con una reflexión un tanto reiterativa acerca de cuán lejos quedan las buenas intenciones de la política del mundo de las “malas calles”. Junto a eso, encontramos que la dirección de Dominik se excede donde y cuando no debe, y al cabo Killing Them Softly limita su fuerza a ciertas escenas, y que procedían del libro, más que a ese discurso irónico y político.



Killing them Softly va alternando escenas de diálogo y escenas de acción. Esto podría ser, claro, el esquema de otras mil películas, pero aquí se nota mucho más. Primero, porque las acciones son, en verdad, bastante escasas. En cierto modo, no sucede mucho en la película. Esto no es necesariamente un problema. Más bien, suele ser al contrario. En dos horas, casi ningún guión soporta demasiados hechos. Ahora bien, a ratos la anécdota se antoja tan pequeña que ciertas zonas del metraje se antojan añadidos forzosos. 

En particular, sucede con la escena en la que los dos tipos que realizan ese robo, tras él, se reencuentran. Uno de ellos se inyecta heroína, y cuenta una historia que le ha sucedido, y retrasa y retrasa contarle a su colega si al final se ha ido de la lengua o no en delatarse como coautor de ese robo. Por cómo se extiende, si razón aparente, y por cómo Andrew Dominik cae en los tópicos de cómo rodar un cuelgue, la escena sobra. Pero también alerta de uno de los problemas de la película. 

El director, a veces, necesita destacarse. Lo hará en una escena posterior, en la que se ralentiza hasta la eternidad la ejecución de un personaje. Lo hará nada hasta en un plano de transición. Jackie (Brad Pitt) visita a Mickey (James Gandolfini) en un hotel. Como tal, no tiene mayor importancia, y sin embargo, el director le impone un efecto para "alargar" el pasillo. A ese extremo llega el afán de notoriedad de Dominik. No hacía falta. La primera escena de esta clase, el propio robo, es verdad que se alarga un tanto (quizá la novela no daba para un guión de tanta duración). Pero es bastante efectiva, porque esos tiempos muertos, ese ritmo más pausado, no va todo el tiempo en detrimento de la tensión. Y es que se parte de una ventaja presente en toda la película. En Killing Them Softly no hay protagonistas. Por tanto, cualquier cosa puede suceder. Cualquiera puede morir. Y por eso, la escena del robo funciona tan bien. No podemos anticipar cuál será su resultado.

Pero no seamos malos. Supongamos que no haya sido ganas de destacarse las que se ocultan tras las decisiones del director en esos momentos de acción. Supongamos que existe otra posibilidad. Una que tenga que ver con el segundo aspecto que enfatiza esa alternancia entre acción y diálogos: el hecho de que las escenas donde predomina estos diálogos sean muy largas. Quizá Dominik no confiaba en que éstas probaran su dominio del oficio. O quizá supuso que un film de criminales requería mayor énfasis en la acción, o hacerla más atractiva.

El hecho es que estas escenas de diálogo ofrecen un poco de todo. Me extenderé más en su análisis en su siguiente post. Aquí, basta que diga que cuando se centran en los personajes y además revierten sobre la trama, hacen que la película suba el nivel. Otras veces, son igualmente interesantes, porque reflejan el tema: en las escenas en que Jackie se cita con el que reporta al “comité” que da las órdenes y aprueba los diferentes pasos que se siguen. Sí, es posible que haya un poco de reiteración (gente que habla de lo que se va a hacer, y veremos). Pero también es verdad que en esos encuentros y sus diálogos se muestra el funcionamiento, extraño, frío, natural a la vez, de esta organización criminal.

Es una rutina donde se desglosan planes para dar una paliza o para matar a alguien como si fuera lo más normal del mundo. Al tiempo, Jackie se desespera por ese funcionamiento burocrático que se le escapa, y, según sus propias palabras, no está en contacto con “lo que se dice en la calle”. Como si la organización criminal fuera una multinacional  o un banco, los “jefes” (lo llaman "el comité") no saben de “el mundo real”. Es posible que aquí haya una de esas conexiones con esos discursos políticos que se escuchan durante la película.

Después, hay una cierta inconsistencia en el tono. Por un lado, tenemos esos diálogos hiperrealistas donde no se acorta nada, y se deja a los personajes hablar y hablar. O la paliza a Mackie que se pliega a ese mismo ritmo que no contrae, que no resume. Pero, por otro lado, tenemos el asesinato a cámara lenta, o el cuelgue del heroinómano. No seré yo quien diga si el tono de un film tiene que ser, por obligación, el mismo todo el tiempo. Pero en Killing Them Softly estas variaciones de tono hacen que uno se pregunte si, pese a que la anécdota es bastante pequeña, cómo es que no sabemos del todo bien de qué trata, si trata de dos cosas inconexas, o si no se decide del todo por qué quiere contar y decir. Como se lee en esta crítica de Dana Stevens para Slate:

"It’s hard to deglamorize the criminal life when you can’t resist showing a bullet leaving a gun barrel in stylized super-slow motion or scoring the anti-hero’s first entrance to a Johnny Cash song."

Al director le pierde un detalle más. El énfasis de esa escena del asesinato en parte se extiende al mensaje, que opina que tiene que martillearnos. Dominik traslada la novela desde los 70 hasta los momentos previos en que Obama despegaba como opción para acabar con la presidencia de Bush. Ya desde la primera escena se demarca la distancia entre lo que se cuece en las campañas y ciertos barrios y personas.







En la primera escena, mientras suena la voice over de un discurso de Obama, positivo, ambicioso, ya percibimos el contraste. El mundo en que se moverán estos personajes no sabe de esos cambios prometidos.

Bastaba con esa primera escena, para que entendiéramos esa relación entre criminales de andar por casa (torpes, estúpidos, peligrosos; una combinación que me recuerda a lo mostrado en las dos primeras temporadas de Justified) con la “big picture” de la política estadounidense. Pero no. A lo largo del film se oirán más y más discursos de fondo (en la televisión, en la radio), donde se incide en esa ironía: digan lo que digan los políticos, nada cambia.

Aun más. Por si acaso no lo habíamos captado, el guión sitúa el final de la historia justo en el momento en que Obama sale elegido, con fiesta en las calles, y fuegos artificiales. Jackie acude al bar a verse con su intermediario con la organización, y allí hay un televisor donde el presidente da el ya famoso discurso de “America es todo el mundo”. Esto ya lindaba con la reiteración, pero ahí que Jackie tiene que comentar dicho discurso y denigrarlo. Cuando dice “America is not a country. It´s a bussinnes” ya rechinan nuestros oídos. Estoy del todo de acuerdo en este resumen que hace Karina Longworth para The Village Voice:

"It's a movie that shows, and then tells, tells, and tells again, its vibrant conjuring of contemporary cynicism felled by Dominik's lack of faith in his audience's ability to connect thematic dots."

No, Killing Them Softly abre dos caminos que no se mezclan bien, y sólo cuando se dedica a las debilidades y miserias de este universo de ladrones y asesinos que actúan tanto sin cerebro, sin esperanzas, sin conciencia, es cuando se acerca a ser una gran película de cine negro contemporáneo.


martes, enero 22, 2013

CLOUD ATLAS (TOM TYKWER, ANDY AND LANA WACHOSKI, 2012): ANÁLISIS



Cloud Atlas (Tom Tykwer, Andy & Lana Wachoski, 2012) es un film entre el género histórico y el de ciencia ficción. Cuenta seis historias, con sus correspondientes grupos de personajes, en diferentes fechas y ambientes. Ewing es un americano, en el siglo XIX,  en viaje por islas lejanas, que se da de cara con la dureza de la esclavitud. Robert Fishober es un aspirante a compositor que, en los años 30 se adentra en la casa (y la vida) de un viejo maestro del que quiere aprender. Luisa Rey es una periodista de los años 70 que investiga una central nuclear con algún secreto. Timothy Cavendish es un editor, algo ridículo, algo rastrero, que pasa de un éxito a un encarcelamiento, ambos inesperados y bastante cómicos. Sonmi-451 es una mujer coreana del año 2144, donde ella, y sus compañeras, son “fabricants”, una  raza inferior de ejemplares humanos creados genéticamente para servir a los clientes. Por último, Zachary vive en un futuro aún más lejano, tras algún desastre mundial que ha dejado a unos humanos devueltos a tiempos premedievales, y a otros, los “Prescients”, superiores en su conocimiento de tecnologías avanzadas.


Cloud Atlas hace algo muy bien: empieza adelantando lo que la define principalmente. Como si siguiera ese consejo para guionistas, no poco sabio, de que un buen principio debe asentar pronto por dónde irán los tiros, comienza “saltando” entre varias localizaciones y épocas. Y sin que ninguna de ellas sea realmente un comienzo de cada una de esas historias. No son introducciones al uso, sino entradas in media res.

Esto es lo que resume la película, su mayor aportación, y su mayor valor: seis historias, seis hilos, que no se unen por los nudos convencionales. Eso sí, imagino que esto no es lo que pretendían sus directores, los hermanos Wachoski y Tom Tykwer. Porque hacia el final, pareciera que se arrepienten, y entonces establecen unas conclusiones que cualquier espectador (o tal vez no, volveré sobre esto) podían anticipar sin que le llevaran de la mano.

Esto puede que explique lo que afirma el personaje de Cavendish, hacia el final de esas primeras escenas:

“While my extensive experience as an editor, has led me to a disdain for flash-backs and flash-forwards and all such tricksy gimmicks, I believe that, if you dear reader can extend your patience for just a moment, you will find there is a method to this tale of madness”. 

Igual que parecieran dar un paso atrás con la intención inicial, ya este principio necesita dirigirse al espectador y pedirle clemencia: “por favor, no huyan de que no contemos nuestras historias en un orden no usual”. Y esto de que tengan que masticarnos no ya que pretende sino cómo apunta a lo peor de Cloud Atlas. Y lo que hace que su intento sea tan loable como fallido es el resultado.

Nunca he sido yo creyente de esa aserción crítica que dice que de buenas intenciones, no salen buenas obras. Pero que no sea una norma no significa que no se cumpla en algunas ocasiones.

El hecho de que el casting repita su participación en las diferentes historias, pero bajo diferentes edades, razas y hasta géneros, no es una decisión, imagino, sin motivo. Los directores querían que quedara claro esa conexión a través del tiempo que une la película (y, en parte, por lo que leo, también el libro original) así como la reiteración de roles en las reencarnaciones. En particular, esto sirve para con los personajes que interpreta Hugo Weaving. Ahora bien, es de esas opciones que tienen sentido sobre el papel, sobre el guión, pero que tiene un coste alto en imagen; rodado.

Pese a todos los posibles avances en maquillaje, convertir a un actor occidental en un personaje coreano no funciona. No funciona porque se nota. Y como se nota, ayuda a que se enfaticen algunas preguntas. Algunas preguntas muy bien resumidas en esta reseña de Gabriel Murphy, en la página Strange Horizons.

Para una historia que pretende apuntar con el dedo a la opresión del Otro (ya sean esclavos negros, “fabricants” replicados por ingeniería genética o un gay chantajeado por su orientación sexual), ese dedo a lo mejor es más paternalista que valiente, si ese Otro no está tan fielmente representado. Y no se justifica en que actores de otras razas hagan de blancos, porque estos personajes son no ya secundarios, sino episódicos.



Curiosamente, algo de paternalismo hay también en algunas de las críticas; como si Cloud Atlas mereciera la palmadita en la espalda por lo esforzado del intento, pero sin que se abrace del todo la propuesta. Valen estos dos ejemplos, del San Francisco Gate, y del Examiner; a sus críticos no les place que un futuro muy lejano hable en un lenguaje inventado y diferente (esto se perderá en el doblaje, por cierto; a mí, ya lo digo, me parece un detalle de verosimilitud que echo en falta y mucho en la ciencia ficción audiovisual). O que las historias no se entremezclen siempre con razones obvias. Pero aplauden, de todos modos.

Lo peculiar es que el grado de ambición, algo en lo que insisten estas críticas y algunas otras, es relativo. Las historias, per se, siguen una evolución narrativa más o menos convencional. Lo que puede “incomodar” al espectador medio es el montaje que simplemente invierte en algunos momentos su orden cronológico, o ese mismo hecho de que se entrelacen seis vidas. Y una conexión entre personajes de las distintas historias que no son claras siempre. Pero si ello hace a Cloud Atlas “ambiciosa” o “rompedora”, hace que me pregunte hasta cuán bajo han caído nuestras expectativas acerca de lo que significan estos adjetivos. Cuando llegue a España, y lleguen las críticas correspondientes, será interesante. Ahí veremos si nuestro grado de exigencia está tan bajo como el de Estados Unidos. Si Cloud Atlas es “vanguardista”, entonces no es extraño que una cinta tan convencional como Argo se considere de lo mejor del año.

A la película le hubiera convenido un humor que también acaba diciendo que “el destino” tiene más mala leche y más vulgaridad y no es sólo esa fuente de “sentido”. Veremos que, de hecho, este matiz, menos trascendente, estaba ahí (¿quizá en la novela original?), en especial en la historia de Cavendish.

Es un detalle divertido, quizá irónico, que las revolucionarios del año 2144 usen una frase de una película como parte de su levantamiento. Porque dicha película (Kino, según el vocabulario de ese futuro) se basa en Cavendish, y su experiencia contada más bien en tono de comedia, y que no deja de ser, en todo caso, bastante banal. 








La rebelión en la historia del 2144 comienza con una frase que viaja por el tiempo, y que adquiere otro sentido. Como si fuera un giro irónico a aquello que decía, creo, Karl Marx, de que "la historia se repite, primero como tragedia, y después como farsa". El montaje coloca primero la escena del futuro, y luego la de Cavendish.

Como en el libro original las historias se narraban de manera consecutiva, ahí no estaba, pero aquí, lo que le ocurre a Cavendish planteaba un problema de ruptura de tono: aquí está entrelazado durante todo el guión. Su encierro forzado en una casa de “retiro” para ancianos no puede aspirar a ser ese peso trascendente que se le quiere dar a todo el film. Por suerte, tampoco pretende sumarse a ese tono, y no es mala opción. Es verdad que él, y esos ancianos “retirados”, también sufren falta de libertad, pero Hugo Weaving como enfermera cruel resulta más humorístico que opresivo. Y nunca se ve el posible maltrato a Cavendish o el resto de ancianos. Para cuando llega su clímax, entendemos que el propio Cavendish exagera lo vivido (ya que, como digo, se supone que luego lo convierte en libro) o bien los directores y guionistas han sido fieles (para lo bueno) con la novela de Mitchell. Porque esa lucha liberadora en un pub, entre ingleses y escoceses, no puede aceptarse sino es como comedia absurda. Y aun así, uno se pregunta si esa excusa perdona lo extremo de su resolución.

Igual de sarcástico, cruel incluso, es que Cavendish repita, en su primer intento de fuga, aquella frase de la película Soylent Green: cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973): “Soylent  Green is people, Soylent Green is people”. Y que, más adelante (pero no inmediatamente; de ahí, que sea una conexión no tan masticada para el espectador), se compruebe que aquella posibilidad que contaba la película/novela se cumple en el futuro donde habita Sonmi-451. Ahí, de veras, las personas se están alimentando de personas.

Sí, lo mejor de Cloud Atlas es cuando las conexiones no son para que se especifique el sentido; cuando son asociaciones un poco más libres. Un ejemplo: la huida de Somni de sus perseguidores (cine de acción futurista no demasiado original, por cierto, y casi diría que rodado con desgana) con la escena, paralela en tensión, del esclavo que intenta proteger Arwin, luchando por demostrar que vale un puesto en el barco para no ser ejecutado.

La marca de nacimiento con forma de cometa se repite en cada historia, pero en personajes diferentes y Tom Hanks no sigue el mismo itinerario de Hugo Weaving de repetir roles de “malvado”; en una historias es un hombre ambicioso y despiadado, en otra, un colaborador en favor de “la verdad”, en otra, alguien indeciso de si acepta al Otro o no. Ninguno de los dos detalles puede explicarse con una teoría simplificada de la reencarnación, religiosa o no. No; en este sentido, si uno se fija bien, no se puede despreciar Cloud Atlas porque sea “filosofía de auto ayuda”; no lo es, todo el tiempo. Antes de ese final tan equivocado que si cae en eso, en el guión están esos vericuetos que “rompen” cualquier teoría facilona, usual en cómo los occidentales asumimos (tanto para criticarla como para sumarse, pero simplificando) la filosofía procedente de Oriente. Otros dos ejemplos no son ya detalles, sino historias enteras. Dos que no reducen todo a esa lucha, a través de los siglos, contra la opresión o a esa desconfianza que puede o no superarse entre los seres de distintas razas y condición.

Así son las tramas de Luisa y de Robert, que son las rodadas por Tykwer, lo que quizá sea significativo. El racismo está presente, sí, pero sin obviedad, en la historia de Luisa, en cómo el gerente de la central nuclear trata a su personaje (de paso, también hay ahí machismo, éste algo más subrayado). Y, sí, también hay decisiones difíciles que hacer en cuanto a cuánto implicarse (ella y su informante) por la verdad. Lo peculiar es que su historia tal vez sea la que sigue más los cánones del suspense, de la intriga, y el peso de la trama. Quizá es lo que la haya salvado de ser tan abstracta como “parábola”: como historia que, de nuevo, le grite al oído al espectador qué debe pensar. En la escena donde se conocen ella y su informante, sencilla, pero con un rojo que lo inunda todo (el ascensor en que viajan queda estancado), hay algo que abunda en todo el film: emoción. Contenida. Con pistas sólo para el espectador. Con detalles que sólo lo captamos nosotros y no los propios personajes.









En cuanto a la historia de Robert, ofrece dos características, quizás contradictorias. Es la menos típica por lo que cuenta, y, a la vez, es la que hace aguas en los momentos claves. Es la que oferta detalles más emocionantes. El beso de despedida de Robert a su amante, justo antes de marcharse; el momento de coincidencia de maestro y alumno, hablando de qué rápido se escapa la inspiración, pese a que luego se distancien y se hagan de hecho enemigos. Mucho de lo que tiene de bueno se basa en la interpretación de Ben Whishaw. 

Al mismo tiempo es la que se desenvuelve con menos lógica. Parece justo que una de esas historias de opresión fuera la presión social contra un homosexual. Y parece justo, y necesario, que su final haya de ser dramático. Si no, esa composición musical suya no tendría su valor de símbolo (parece que con mayor peso en la novela que aquí; la banda sonora no destaca). Su obra musical (Cloud Atlas, precisamente) es un acto de independencia, y la prueba de que es fiel a ella pese al precio que paga. Además, sin ese final, su amante nunca será ese informante de la periodista, cuarenta años después. Todo esto, según me informo, ya era bastante problemático en la novela original, pero, desde luego, en el film que sea el suicidio sea “necesario” no hace que sea comprensible. Como un ardid de guión, “conveniente”, pero que no se destile del personaje o la historia. Al fin y al cabo, nunca vemos la presión social sobre él.

Si estas dos historias pesaran más hacia el final, tal vez Cloud Atlas pudiera interpretarse con mayores derivaciones y complejidades que el que hay, que lo resume todo en un único, y pobre, sentido. Sin embargo, pese a este error, sea intencionado o no, a los directores y guionistas se les ha colado aquello que quizá sí era el objetivo de la novela. Que “el destino” repite pautas o las trastoca con humor o con crueldad, y que el ser humano tiene siempre diferentes oportunidades para luchar por lo que es justo. Que estos seis cuentos también hablan sobre cómo la verdad es, como dice Somni, sólo una, y sacarla a la luz merece oponerse a la regla establecida, y, si es el caso, a la muerte. Que no, lo que nos “salva” no es, como dice el final, el amor romántico, sino esa misma lucha, y esas mismas verdades, y la confrontación contra ese “orden natural de las cosas” que vuelve, una y otra vez, a lo largo de la Historia a esclavizar a algunos y mantener a otros en el poder.

Pero, tal vez esto era demasiado revolucionario para las audiencias, las de EEUU, quién sabe si las de todo el globo. Esa ventaja, esa forma de que esos otros aspectos de esa hipótesis (la Historia se repite, no sólo en sus grandes eventos, sino en las vidas particulares) sólo sobrevuelen Cloud Atlas, choca con la rotundidad de la historia de Sonmi. Puede que porque contar cómo se hace una revolución implique, por inercia, una simplificación. Tampoco ayuda que Somni sea una mujer que se convierte en voz y rostro de un movimiento pero que necesita de un "héroe" masculino para salvarla, educarla, ayudarla. 

De nuevo, la justificación de por qué tiene que ponerse en tantas palabras qué cree el personaje tiene sus razones en cuanto a guión. Es interna. Sonmi-451 graba ese discurso como forma de avivar una revolución en ese futuro. Y, cuando lo expresa ante su interrogador, tiene su por qué, coherente con su Objetivo y Motivaciones: quiere que alguien más crea en cambiar las cosas. Es decir, casa bien con el desarrollo de su historia, con las necesidades del personaje.

El discurso de Somni a lo largo de ese interrogatorio desde el que se cuenta su aventura dice, decía, otras cosas; pero lo que se deja para el final es la vuelta a un soniquete que es demasiado familiar. Esa cantinela del “love conquers all”, me hace preguntarme, aún más, cómo es que Cloud Atlas ha podido ser vista como “arriesgada”. Al fin y al cabo, esto suena a tópicos de Hollywood.

sábado, enero 19, 2013

GUIONECES: HAY OTROS MUNDOS, PERO ESTÁN EN ESTE


Todos tenemos nuestras pequeñas cápsulas de vida encajonadas en rutinas. Más, a medida que envejecemos, pero he aquí que, de cuando en cuando, uno tiene la suerte de topar con todo un universo que, si no es “alternativo” en el grado que tiene este adjetivo en la ciencia ficción, sí que te pone en contacto con una forma de vivir tan diferente a la tuya que no puedes sino hacerte preguntas.

Y hacerte preguntas es un método estupendo para aproximarte a un proyecto de guión.

Ahora mismo estoy con tres. Dos, con compañeros, y uno, que quizá y sólo quizá me permita darle la puntada final a un documental que lleva renqueando (financiación sí, financiación no; coyuntura sí, coyuntura no) unos siete años. Uno de ellos precisamente es de ciencia ficción, y me está confirmando esa sensación que siempre he tenido: crear un mundo verosímil, un “futuro”, implica un trabajo de narices. Pero eso, lo dejo para otro post.

Me centro hoy en el proyecto de documental y webserie que desarrollo con mi amiga Aranzazu Ferrero. Pese a mi usual desconfianza acerca de las bondades de las nuevas tecnologías, reconozco que en esto Twitter me ha traído ventajas, ya que ha sido a través de él que la conociera yo hace dos años, más o menos a @cristaljar  (y el otro proyecto lo estoy trabajando con otro compañero twitero, @SamuelDalva). Arancha me dio la oportunidad de sumarme a un proyecto que le llevaba viajando por las neuronas años y que proviene de un interés personal en un tema: las artes marciales.

En cuanto a la webserie, en principio, mis funciones como guionista eran las habituales, entre otras cosas, porque había cierta prisa. Había un concurso por ahí, y una fecha de entrega, y eso asienta muy bien las prioridades: personajes, tramas, subtramas, giros... Desarrollamos la propuesta de ficción, y, cuando nos dimos cuenta, casi lo teníamos al dente.  Claro, habrá que revisar, rescribir, afinar, pero la historia a la que aspirábamos está ahí. Nunca habíamos trabajado juntos. No vivimos en la misma ciudad. No nos conocemos, ya digo, desde hace tanto, y, siendo realistas, ni siquiera hemos hablado en persona en tantas ocasiones.

Y, sin embargo, “entré” en su mundo con relativa facilidad. Esto, creo, es fundamental para un trabajo entre dos (o más) guionistas: comprender lo más rápido que se pueda, no ya las intenciones de un proyecto, sino su tono. Y, si me apuran, hasta exactamente qué ronda la cabeza de tu compañero (no digamos ya, el de tu jefe) antes de que se refleje del todo en el Word, el PDF, o el Celtx.  Pero no es sencillo. No lo es porque, sorpresa, todos tenemos bastantes más diferencias de las que creemos. No nos obsesionan las mismas cosas. 

No vemos ni nos gustan el mismo cine o series, ni nuestros intereses son tan similares, ni nuestras rutinas particulares, tan iguales. La edad y el país y su coyuntura sí, puede que nos acerquen, pero menos de lo esperado. Sí, casi todos estamos en paro o tenemos problemas de trabajo. Sí, casi todos estamos ya en un momento en que o nos hemos casado o tenemos pareja estable y hasta puede que tengamos hijos. Pero ni siquiera esta circunstancia social tan “equiparadora” expulsa peculiaridades en nuestro día a día.

Y eso es lo interesante. O, mejor dicho, es lo interesante si somos capaces de ver que es justo eso: interesante. Las historias también están ahí fuera. Donde se origina lo que es diferente. Lo que es curioso. Fuente de preguntas.

Arancha practica artes marciales. Kendo y Iaido. ¿Qué? Bueno, yo tampoco sabía qué era, así que, mantengan la pregunta en sus cerebros, y luego pásense por su blog, que juega precisamente a eso: se llama “¿Que haces qué?” Arancha practica estas dos disciplinas desde hace años. Cuando lo supe, me sorprendí.

Me sorprendí por un detalle muy concreto: yo nunca podría.


Esto es Kendo. ¿Da miedo? Bueno. Lo que se desconoce siempre lo da, un poco ¿Pero no genera también curiosidad?

Encuentro que esto es una forma de aproximarse a la realidad de los otros. Otra, por supuesto, es la de “yo nunca lo haría”, pero eso me parece que contiene una especie de juicio. Un tanto de ese cinismo o superioridad del que cree que su vida, sus intereses, las decisiones que toma, son una especie de norma, y las de los demás, algo ajeno, incomprensible, cuando no estúpido. Ya conocen esa actitud: sobrevuela blogs de toda clase. Más, si son blogs “ideológicos”.

Pero con esa postura, es improbable que un guionista (o cualquiera que haga algo creativo) esté escuchando de veras a la otra persona. Es como ese turista, por otro lado tan extendido, que lleva una cámara que dispara fotos digitales a troche y moche igual por un paisaje que por un monumento que por algún tipo de ceremonia étnica. Miras pero no ves. Oyes, pero no escuchas. Pasas por allí, y vuelves a tu redil, y te congratulas de que has conocido mundo. Pero tu mundo sigue igual que antes con lo que en verdad no has conocido nada.

Por el momento, el liberalismo económico todavía no ha evitado que los españoles tengan (o busquen, pese a su dificultad, más bien) tiempo libre. Y en nuestro tiempo libre, cada uno realiza actividades muy distintas. Hace poco he descubierto a verdaderos devoradores de libros de ciencia ficción (el blog Sense of Wonder aglutina al grupo principal), he sabido de gente que se reúne a hablar de literatura fantástica (fans, en general, de Tolkien) pero igual, ya sabía de gente que usa esos momentos en que no son como nosotros (el trabajo; la vida en pareja; los posibles hijos): personas que hacen teatro amateur, participan en política de base o se dedican al coleccionismo de maquetas y reproducciones militares. Cosas que yo nunca haría. Cosas que hacen personas que conozco y respeto y que me pone más fácil no mirar desde arriba, sino de frente y con una pregunta ya lista en mis labios. ¿Y todo eso, por qué?

Arancha practica artes marciales y yo quería saber por qué. Quería y quiero saber, también, por qué se ha convertido al Islam, pero aún quedan muchos años, y proyectos posibles, con lo que mi amistad con ella tiene ocasión de crecer.

Pero ahora mismo este proyecto, en su faceta documental, trata sobre las artes marciales. Y cuando aquello que sólo tenía ficción pasó a ser una cosa más transmedia, las posibilidades florecieron. Una forma de que algo que tú encuentras interesante se convierta en interesante para un futuro y potencial espectador es que puedas situarte, desde el principio, en la misma casilla de salida.

Y esa casilla de salida es siempre una pregunta. Bueno, una que abra todas las demás. 

Y esto es Iaido. La imagen no transmite, no puede, todo lo que de fascinante y bello tiene este arte marcial. 

Hace muchas entradas ya hablaba yo de que esa curiosidad infantil (me dicen que situada entre los 7 y los 9 años, aunque supongo que no será una regla “cerrada”) está, incluso como adultos, en mucho de lo que consumimos como ficción. Nos gusta que nos lleven a vericuetos de la realidad que no sabíamos que existían. Quizá no esté siempre, del todo, en cómo nacen las premisas de nuestros guiones, nuestros cortos, documentales, series, películas. Pero antes o después aparecen, a poco que uno tenga atracción por lo antropológico. Y un guionista, creo, siempre tiene un poco de antropólogo. Y de sociólogo. Y de psicólogo.

¿Quiénes son, todas estas personas que, en vez de descansar y relajarse, tras un día duro de trabajo van a un gimnasio (la palabra “técnica” es dojo) a castigarse el cuerpo? ¿No es lo bastante dura ya, la vida? ¿Y qué tiene esa filosofía oriental, que tan poco conocemos, y que tan mal interpretamos, más, en estos días en que la moda es la oposición a todo pensamiento un poco trascendente? 

Todo se explica recordando ese estupendo título (y no menos estupendo relato) de Robert Heinlein que se titulaba “All of you zombies”. La historia hace uso de lo saltos temporales y de las incoherencias que produce. Pero aquí la clave es la postura del (no atípico, en Heinlein) protagonista: como, al final, cada ser con quien tiene relación derivan de él mismo, todos los demás, todos los que no sean "él", son desconocidos, y, por tanto, un Otro demasiado “extraño”; demasiado “ajeno”. Merecedor de ese calificativo despreciativo: todos, menos él, son zombies. Todos los demás.

Pero como no parece adecuado ese vía hacia la misantropía, diría que el camino es el opuesto. Preguntarse quiénes son estos “otros”. Y si eso se convierte en una forma de desarrollar un proyecto creativo, miel sobre hojuelas. Arancha se ha embarcado en una historia que serán, además, varias historias, y lo hace porque es parte de su vida. Yo la acompaño porque quiero entenderla, y entender, un poco, no crean, eso tan complicado que es todo lo que queda fuera de la mente de uno mismo.

sábado, enero 05, 2013

TEKKONKINKREET (MICHAEL ARIAS, 2006): ANÁLISIS


Tekkonkinkreet (Michael Arias, 2006) es cine de animación, donde se cuenta la historia de Blanco y Negro, un par de niños huérfanos que dominan los pequeños delitos en el llamado barrio del tesoro. Blanco se acerca a los once años, si bien su visión de la vida es mucho más infantil. Negro es violento, y se asegura de que ninguna otra banda de chicos penetre en su zona. Los dos, al igual que todo el barrio, contempla cómo el cambio se cierne sobre su pequeño universo. Una banda de yakuzas ha decidido ampliar su área de influencia hasta aquí. Negro no está dispuesto a ceder, aunque el jefe de los yakuzas tiene un socio misterioso, con métodos peculiares, que no piensa detenerse.



Tekkonkinkreet es de esas películas que no pone fácil el puro disfrute. Para una duración relativamente corta (unos cien minutos), hay demasiados acontecimientos, y no menos subtramas. Puede que sea resultado de condensar todo un cómic manga en un formato tan diferente, como es el largometraje. Me topo con que es similar a lo que Slant Magazine  dijo en su día:

"... the movie is a collection of disparate anime parts that never really comes together. Maybe it's because the screenplay was adapted from a manga series, or maybe it's because first-time director Michael Arias wants to say everything in one film, butTekkonkinkreet feels too outsized for its own good."

Ni siquiera los tiempos muertos ayudan a que nos situemos siquiera en un género. El cine negro se mezcla con el fantástico, aunque no siempre conviven con esa facilidad con que se pretende. Sin embargo, sí que cuenta con una cualidad: que va ganando enteros a medida que se repiensa tras el visionado.

Tekkonkinkreet te obliga a que aceptes que en este universo caben tan mal lo imposible como lo explicable. Es verdad que en cuanto vemos cómo se mueven Blanco y Negro, la película ya nos la está advirtiendo. En una escaramuza con otros par de chavales, los dos protagonistas responden literalmente a su nombre de guerra: “gatos”.  Gatos voladores, para ser más concretos. Con todo, cuesta acomodarse al grado de fantasía se va desplegando. Los yakuzas, la lucha por los territorios, la violencia, ese fondo, aunque leve, de retrato de sociedad… Por momentos, nos tienta colocar el film en el género negro.

La escena de la persecución de Blanco y Negro y los chicos que desafían su territorio. 

Pero no. El realismo se rompe por completo cuando entran en liza aquel socio del jefe yakuza, que tiene a su cargo un trío de seres con super poderes. Los chicos, como nosotros, tiran de los conceptos más a mano, y los denominan alienígenas. Aunque esto tampoco es ciencia ficción. En realidad, no se sabe qué son. Que vuelen siquiera parece que afecte a los dos personajes policías. Esto puede dificultarnos la verosimilitud. Esto y que nunca se definan del todo las normas de este universo particular. La propia ocultación de motivos y explicaciones concretas hace que Tekkonkinkreet acabe siendo una película fantástica, pero de ésas que usa este género para no respetar casi ninguna expectativa. De esa otra tradición, menos común en cine, en lo que lo fantástico se introduce en “la realidad” para ponerlo todo patas arriba. Hay sueños cuyo significado nunca se aclaran, y una conexión entre los protagonistas que tampoco es “realista”.

Es posible que todo esto se mitigue en cuanto el film va orientándose en un tema al que es mucho más fácil usar como asidero. Quizá, algunos espectadores al menos se consuelen cuando, entre tanta locura y esa cierta prisa del guión, asoma aquello del viejo concepto “el bien contra el mal”.

La gracia, que encuentro que hace a Tekkonkinkreet bastante original y personal, es que ni siquiera esto se desarrolla de la manera más esperable. Puede que el guión insista un poco demasiado en eso de lo simbólico, hasta hacerlo obvio (llamar a los chicos Blanco y Negro ya era una pista innegable). Puede que el guionista no logre equilibrar la exposición y la profundización de esos dos extremos, en los dos protagonistas.

Sin embargo, cuando ya todo es más imagen que palabras, te das cuenta de que lo de “la luz” y “la oscuridad” tiene más enjundia de lo aparente.

Como digo, el guión enfatiza mucho el rol de Blanco, dejando poco espacio para el de Negro. Claro que, dentro de ese rol ya hay detalles distintos. Blanco es la ingenuidad; pero una fuera de lo que cualquiera de nosotros pudiéramos esperar. Blanco es un niño que no actúa ni dice lo que tal vez pudiéramos oírle a cualquier niño que conozcamos. Está, por supuesto, la posible explicación del salto cultural: los films de animación japoneses suelen tener unas peculiaridades que se salen de nuestra experiencia como occidentales. Pero yo diría que es algo más. Más que al mundo infantil a mí más bien me recordaba a la mismísima locura. A ese tipo de locura que le hace repetir una y otra vez “ser feliz, ser feliz”. 



Pero ahí que tenemos una escena que, sólo con la imagen, nos habla del posible por qué. Blanco observa, callado y pensativo, cómo otros niños participan en la clase de gimnasia de su colegio. Ellos son los niños con padres; los niños con una vida “ordenada”. Blanco no se niega a ver que él y Negro son delincuentes, y, en ocasiones, hacen daño a la gente. En verdad, eso, ya veremos, es algo que le preocupa, y le hace entristecerse. Sin embargo, como buen loco “lógico”, opta por colocarle un manto de ilusión a todo.

Ese mismo manto que define la estética de este barrio del tesoro. Aquí no hay esa atmósfera de cemento y cristal y modernidad, más común en otras películas de animación japonesa. No, éste es más bien un distrito envejecido pero que mantiene pequeñas atracciones para niños, y mucho colorido, y hasta un reloj recargado, excesivo, fantasioso. Es uno de los aspectos visuales más notables de Tekkonkinkreet. Coincido con lo que comenta la reseña del New York Times

"Tekkonkinkreet” demands to be seen, if only for its beauty. The generally bright palette and overall soft look work a nice contrast to the dark theme, as if the world itself were on the children’s side."


Al mismo tiempo, ese barniz de fantasía anclada en el pasado es algo a lo que se aferran varios de los adultos de la historia. Tenemos a "Ratón", un experimentado jefe intermedio de la yakuza, que se agarra a la melancolía, y que rechaza ese nuevo encargo de transformar el barrio. Con el jefe de policía comparten una escena cuando menos chocante. Para ambos, la fantasía del pasado, claro, no es tan hermosa como pudiera ser la de Blanco. Para ellos, el antiguo barrio lo representa un local cutre de showgirls.

Igual de extraño es lo que ideara Taiyo Matsumoto para que representara el cambio; el futuro. El proyecto de los “malvados” en el guión no es sino un parque temático, lleno de máquinas de vídejuegos, pero también de atracciones, ahora ya brillantes y no envejecidas. Quizá Matsumoto quería mostrarnos que nada cambia en realidad, aunque el cambio venga precedido, ya sea por la violencia, o por esas máquinas excavadoras que van abriendo paso al parque temático.

De todos modos, a medida que avanza el film, se nos pone difícil dónde agarrarnos para seguirlo. Por una parte, hay elipsis que indican que pasa mucho tiempo (va verano a verano), y eso no ayuda a la verosmilitud. Los dos sicarios restantes que se envían a acabar con los chicos tardan mucho, por ejemplo, en localizar a Negro, ya hacia el final. Por otra, es complicado que nos pongamos del lado de Blanco o de Negro. Blanco, sí, es “la luz” pero como tal es un poco “maníaca”. Negro es un misterio. Le hallamos más insertado en el mundo en el que vive, aunque esa otro tipo de locura, la que le mantiene en su pose guerrera, tampoco le hacen un protagonista sencillo.

Para cuando llega el clímax, uno se cuestiona si no hubiera bastado que el guión contara la historia de estos dos chicos. La subtrama de Kimura, el yakuza que evoluciona hacia una conciencia está un poco fuera de sitio. Y, aunque su escena culmen busca ser intensa y emotiva, algunos de sus diálogos arruinan lo que con menos palabras hubiera funcionado. Como la propia víctima de su asesinato le dice antes de que le mate: “Un consejo: no hables cuando vayas a matar a alguien”.

El clímax también se toma tanto tiempo que hace más innecesario aún que se hayan dado tantas vueltas en torno a cuánto requería Negro a Blanco para no sucumbir a su “mal interior”. Visualmente, eso sí, es impecable. En la serie de televisión de anime Paranoia Agent (Mòsò dairinin, Satoshi Kon, 2004), una psique dañada tomaba una especie de leyenda urbana y la convertía en un monstruo literal y bien palpable en el mundo real. Aquí, sucede algo similar: a los ojos de Negro, el monstruo que le habla de abandonarse a la oscuridad tiene los rasgos de un ser que se rumoreaba que habitaba en el barrio. Éste se difumina, su dibujo se alarga, se contrae, se retuerce, en un efecto bastante inquietante. Pero dura mucho, este clímax. No siempre, no; no es una regla universal. Pero a veces, sí. A veces, menos es más.

Los créditos de Paranoia Agent. Como toda la serie, es de lo más desconcertante. Aquí verán a todos los personajes riéndose. Pero lo que sucede no tiene nada por lo que ninguno de ellos pudiera reírse.
  
Tengo curiosidad acerca del manga. A lo mejor, Satsumoto quizás cuente su historia mejor en su formato original. De Tekkonkinkreet me quedo con que, en sus mejores momentos, ofrece una forma visual interesante de reflexionar sobre si al final la locura de la ingenuidad no es un poco mejor que la de la destrucción.