sábado, diciembre 02, 2006

CUENTOS DE TOLSTOI: Iván el imbécil y otros cuentos folklóricos


Me propongo el acceso a un grande de la literatura. La biblioteca paterna lleva años causando culpabilidad literaria, así que me arremango y tomo un lomo de apellido ruso: Tolstoi. Eso sí, por prescripción facultativa, comienzo por los relatos. Entonces, leo y me sorprendo. En esta edición, antigua, la mayoría son relatos de corte popular.


Empiezo con Iván el imbécil. El propio título orienta sobre algo que descubro. El autor dedicó parte de su obra (en esta recopilación son los que más abundan) a darle su peculiar giro a esos cuentos folklóricos. Este imbécil podría bien ser uno de los personajes que pueblan los cuentos de los hermanos Grimm, en aquel tipo de cuentos denominado "Seres idiotas".

Pero Tolstoi pretende diferentes objetivos, por lo que, pese a respetarse ciertos elementos, la moral, la moraleja o la moralina (depende del grado de calidad del cuento) que transmite es bastante diferente.

Por ejemplo, el retrato de un ser de supuesta tara mental no se traslada al terreno humorístico.

No se persigue esa connivencia con el lector, para que se ría del protagonista, y sus barrabasadas.

Esta peculiaridad se manifiesta en ciertos relatos de Cuentos de los Hermanos Grimm (Cátedra, 1999), aunque, claro, los pobres hermanos alemanes no tienen culpa de que las narraciones que recopilaran contuvieran esta crueldad. Por cierto, el propio recuento de ejemplos de esta clase de historias indican sospechosas traducciones. El Cateto es, en verdad, El Pequeño campesino (Das Bürle) o El Granjero. Elsa, la juiciosa es la muy libre interpretación del cuento Die kulge Else, que suele traducirse por Elsa, la lista. Y El Talento de algunos es, nada menos, que Die klugen Leute, que se traduce como La gente inteligente.

Fíase usted de las traducciones.

Pero volvamos a Tolstoi y su idiota. En el relato, su imbécil se vuelve un personaje más complejo que el estereotipo sobre el que burlarse. No se acerca, claro, a una figura redonda y con matices, pero, aún en el terreno del arquetipo, sus actuaciones se juzgan de otra manera.

Y todo esto colabora a que la historia posea cierta entidad propia, y no se precipite con descaro hacia la moraleja.

El número tres, ese común denominador de los cuentos populares, se repite aquí, además en su usual aplicación a los hermanos de una familia (siendo el que hace el tercero el elemento de la diferencia). Se recae también en un desliz propio de los cuentos (de Grimm, pero seguro que de otros recopiladores): la pincelada machista para la esposa del padre, con su característica de despilfarradora.

En el principio, la denominación de dichos hermanos influye para que nos atengamos a un relativo matiz fantástico, además de esa forma directa de presentación de personajes.

Pronto entendemos que la imbecilidad de Iván no tiene rasgos de enfermedad. Tampoco, y sobre todo, de esa torpeza e incultura que pueblan los relatos burlescos en torno a estos protagonistas. No: Iván es imbécil porque es ingenuo.

Porque no se rebela, porque acepta las injusticias de sus hermanos.

De esta forma, el lector ya no tiene tan fácil la superioridad respecto a él. Casi, por el contrario, suscita curiosidad, en primera instancia, y hasta identificación.

Entonces, participa en la historia el diablo, otro elemento repetido en los relatos folklóricos. Organizan un plan, que se nos desglosa, a modo simple de anticipación narrativa, también presente en algunas de estas narraciones populares.

Así el lector continúa la lectura, ávido de conocer si el plan funciona o no: si "el mal" engañará o no al atípico héroe.

Tolstoi separa, con un capítulo, la respuesta de Iván a los tejemanejes del diablillo adjudicado para su perdición. Aquí se introduce una variación más: el imbécil es ingenuo, pero esa ingenuidad le hacen trabajador y testarudo en el buen sentido. Su insistencia en la continuación de sus tareas provoca una recompensa. Cuando topa con los diablillos que intenta su perdición, se prepara para matarlo (un detalle interesante; contra el mal, el mal está justificado), éste le ofrece, cómo no, un deseo (si bien no explicitado bajo ese nombre). Es usual que la bondad tenga contrapartidas, pero aquí la bondad es producto de esa supuesta estupidez.

Tolstoi aboga por el trabajo que se vive sin queja ni tristeza.

Así, a diferencia de los cuentos de Grimm, al diablo no se le vence con esa astucia en gradación (si el demonio es listo, más listo ha de ser el hombre que lo enfrente, como se detecta en La sepultura o El campesino y el Diablo, en la recopilación de los Grimm) sino con tozudez ingenua (o no tanto).

El resto de diablillos intentarán sus respectivos ardides, siempre con el mismo resultado: la victoria no consciente ni planeada de Iván, y la recompensa en forma de deseo. Aquí se utiliza la repetición, de diálogos, y situación, en ese número tres.

Aparte de estos detalles, o el uso del lenguaje coloquial ("busca que te busca a sus compañeros, y no encuentra a nadie", aunque, de nuevo, crucemos los dedos ante la traducción), se cuela un estilo que denota que estamos en una evolución más trabajada de estos cuentos.

"De su cuerpo brotaba un vaho semejante a una niebla en un bosque" como forma de referirse al sudor sería, como mínimo, un paso más en las escasas y escuetas aperturas a lo metafórico en los cuentos de Grimm.

A partir de aquí, la trama se complica. Su misma longitud aporta más pistas de que las ambiciones narrativas del autor son mayores.

Pero vaya, lo importante es que uno lee con interés, porque lo que sucede altera las posibles expectativas.

Los motivos (simples) de Iván mueven a inesperados giros. No hace uso de sus dones para sí, sino que los comparte con todos, incluidos sus hermanos. Es decir, ni siquiera ellos obtienen el castigo congruente con este tipo de historias, sino que la ayuda de Iván les consigue riquezas. En cambio, él alcanza una posición desahogada por un azar, y, en particular, por un acto de bondad libre de toda conveniencia.

O sea Iván continúa desarmando a sus familiares por su ingenuidad, pero ésta le resulta, al cabo, provechosa.

Cabe la ironía en el narrador cuando explica que con un zar de estas actitudes:

"todas las gentes sensatas abandonaron el reino de Iván, y sólo quedaron en él los imbéciles. Nadie tenía dinero, se vivía trabajando y de este modo se proveía al sustento propio y de los demás".

Tolstoi aboga por un comunismo primitivo.

En cuanto al humor, hasta ahora hemos visto lo causado por las reacciones de Iván, siempre sorpresivas (inclusive las de la mujer, que se supone también es imbécil). Ahora surge la diversión cuando el demonio principal, a la vista del fracaso de sus lacayos, orquesta en persona varias argucias para el sometimiento del imbécil.

Por supuesto, los otros hermanos caen en sus trampas (por cierto que hay elementos fantásticos cercanos a la ciencia-ficción por lo anticipado de los artilugios usados en una batalla), pero al cándido Iván nada le vence.

Para colmo, el diablo se estampa contra esa filosofía de vida, ya contagiada a todos los habitantes del reino (todos también aparentes imbéciles). Nadie desea dinero, nadie se enrola como soldado. Y tampoco temen a la muerte, porque su zar Iván parece poco dado a intervenciones, ni drásticas pero tampoco ínfimas.

El reino se gobierna en comuna.

Sin embargo, esta ideología trasciende cualquier lógica (moderna), ya que tampoco se defienden cuando son asolados por soldados de otro reino.

"Ni aún así se defendía los imbéciles, que no hacían más que
llorar: lloraban los viejos, lloraban las viejas, lloraban los niños."

Tolstoi provoca la reflexión, y perpetúa la identificación. Además de buenos (quién cree ya que son de veras imbéciles), estos tipos son víctimas.

Tentados una y otra vez por la guerra y el oro, pero incapaces de dejarse convencer. El tinte religioso se trasluce en cómo los imbéciles alimentan a los que piden si lo piden "por el amor de Dios". Si no, si no existe necesidad en el que solicita ayuda, se le contesta que debe trabajarlo.

El clímax del relato es el último intento del demonio, que emula un tercer aspecto social que Tolstoi pretende socavar.

Se sube a un pilar, y predica. Vale tanto para los religiosos como para los intelectuales. El caso es que nadie atienda, ignoran el propósito de tanta palabrería, y renuncian a esa ilustración que prometía el diablo.

"Vosotros no me dais de comer porque no tengo las manos callosas,
y no sabéis que es cien veces más fatigoso trabajar con la cabeza,
tanto, que algunas veces ocurre que la cabeza estalla.

-¿Por qué entonces te das tan mal rato? No es bueno que
la cabeza estalle."
 
Tolstoi cree en aquel salvaje bueno de Rousseau. La cultura no salva a nadie.

El diablo deserta, confuso ante esa perspectiva diferencial, esa mirada "extrañada" de contemplar el mundo. Esa misma que juzga que se trabaja con la cabeza cuando el diablo golpea con ella una piedra.

Quizá las inusuales 30 páginas para un cuento faciliten que Tolstoi supere el esquema moralista. Porque me parecen menos interesantes el resto de cuentos en ese cariz más o menos fantasioso y popular.


El rey de Asiria, Asarkadón incluye una ambientación exótica, donde la fantasía persiste, aunque con elementos mágicos menos exagerados, y, me parece, más alejados de la imaginería popular rusa. Como curiosidad, es una vuelta de tuerca al tema del doble, siempre en la dirección interesada del autor. El rey victorioso se transforma (aunque en un innominado sueño, que apoya el realismo) en su prisionero, aunque también en un burro. Sólo con esta transferencia, un anciano (arquetipo de la sabiduría) le explica lo mísero de su comportamiento. Cuando Tolstoi narra los sentires del personaje en sus diferentes cuerpos, el relato trasciende; cuando se empeña en la exposición obvia del mensaje, se recae en ese estilo a lo Paulo Coelho, y el libro de autoayuda.

"La vida es una en todo, y tú no manifiestas en ti sino una parte de esta vida única; y es solamente en esta única parte de la vida en ti, en lo que tú puedes mejorar, aumentar o disminuir la vida".

Llamativo, por lo que contiene de filosofía oriental, pero poco más. El relato podía haber concluido cuando el anciano preguntaba a Asarkadón si comprendía.

El resto de los que se acercan a la brevedad común entre los cuentos populares disponen en general una moralina muy obvia. Digo yo que será el eterno problema de metas bienintencionadas y poca literatura.

Digo yo que a lo mejor se me escapan matices, y soy injusto con el maestro.

El manantial encubre poco y mal el aprendizaje, por boca de un personaje que casi la deletrea. Cambises y Psametico parte de la clasificación de "historia verdadera", que así refrenda otra defensa de la piedad. Una exageración es el otro recurso principal: al rey no le conmueve el aciago destino de amigos y familiares pero sí el de un mendigo

Tres preguntas acude al esquema del rey que ofrece un premio por un encargo, aunque es él quien viaja en su busca, de nuevo con un sabio anciano que le enseña las "grandes verdades". Tolstoi recurre a las estructuras donde antes de desenvolvía una moral antigua, para el apunte de sus propias convicciones. Tal vez creyó que el ciudadano de a pie asumiría mejor las enseñanzas de este modo.

El trabajo, la muerte y la enfermedad sería un cuento del tipo "el porqué de las cosas", pero sustituye la inventiva (un tanto rebuscada) de la fantasía de los recopilados por los Grimm (dentro de los denominados "Cuentos de los Porqués", se me ocurre El hombrecillo rejuvenecido y Los animales de Dios y los animales del Diablo, siempre según los títulos de la traductora de Cátedra) por una explicación que refuerce el mensaje.

Las excepciones pudieran ser El Mujik y el espíritu de las aguas, admisible por su brevedad, y El zar y la camisa, donde se da un caso de giro final, cualidad narrativa que exige una revisión activa del texto (coherencia interna), al tiempo que desprende sólo entonces la posible enseñanza.

En cuanto a Los dos hermanos, reporta una conclusión más ambigua, que no cierra conclusiones para el lector. Puede que en el número dos se halle la clave, y que estos dos personajes signifiquen esa dualidad del ser humano, la cautela y la temeridad, ninguna refutada del todo por el cuento.

En lo que se refiere al género realista, no es buen ejemplo Una vida en el campo, o tal vez se erija como muestra de lo que no debe hacerse: la descripción es vivida, pero parcial, habla el autor no narrador alguno, y apenas se narra nada. Hallamos hasta una "hipérbole social":

"[...] trabajo tan rudo que no se puede formar exacta idea de él quien
no lo haya hecho por sí mismo, siquiera haya oído hablar de él o lo
haya visto".

El colofón lo presenta una serie de citas bíblicas que retratan al Tolstoi creyente y humanista, pero no al escritor.

Por suerte, en la recopilación hallo un verdadero relato. Pero Polikushka será en otra ocasión.  

sábado, noviembre 04, 2006

ASÍ ERA LA HORA CHANANTE

Testimonios Salman Rushdie

Para el que desea comprobar el indefinible humor del grupo chanante.

CHANANTE, O NO

La hora Chanante es un programa de humor de Paramount Comedy que ha cumplido hace poco una cifra redonda, aunque 50 emisiones suenan a celebración un tanto exaltada.

Conocí este formato hace un año, aunque se me coló por su paso por Localia TV. Como las cadenas de Imagenio poseen horas muertas en que ninguna serie es interesante o son repeticiones hartantes, el zapping me condujo al cobijo natural del equipo formado por Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla, Chape (Pablo Ciapella), Carlos Areces y Julián López.

Me pareció curioso. Lo encontré insólito. Cuando investigué por la Red, descubrí que es de culto.

"De culto" ya es una etiqueta con muchas complicaciones. La posmodernidad nos ha engullido, y ahora se extienden círculos de fans y fanáticos (veáse freakys) para cada serie, película, videojuego, o artista musical. Aún con todo, seamos justos, y en España, el fenómeno Chanante destaca. El YouTube despliega sus episodios con bastante asiduidad.

Así que aceptamos "de culto", como definición de compañía.


En mi investigación, hallo, claro, una sinfín de alabanzas hacia el programa. Alguna crítica negativa pulula por ahí, pero la aceptación aparenta generalidad.

No es para tanto.

Es una máxima mía, o una manía, o una costumbre, pinchen ustedes en el vocablo que prefieran.

A priori, me guardo bastante de las recomendaciones encendidas, o de los ditirambos por una película, una serie, un grupo de música... Así que intento el ejercicio de la distancia. Llamémosla timidez en el proselitismo.

La Hora Chanante consta de varias secciones más o menos fijas. La presentación la desempeña un personaje famoso (disfraz adjudicado a Joaquín Reyes), que después sirve de enlace entre el resto de secciones.

Éste es un humor inusual. No creo que el objetivo sea la risa, la carcajada; como mucho, cierta sonrisa.

He leído lo del absurdo, el surrealismo, y hasta alusiones al Dadá. Qué manía tenemos los receptores por la justificación de nuestros gustos, y qué necesidad de invocar palabros mayores.

No, no me parece que esto sea absurdo. Al menos, no me resulta el mismo tipo de absurdo de los mejores capítulos de los Simpson. Tampoco el absurdo narrativo reiterativo de los flashbacks sin cuento de Padre de Familia.

Veamos.

Se abre el telón y aparece... Michael Jackson. O Sara Montiel. O Nacho Duato. ¡O Lorenzo Lamas! Pero el disfraz y el maquillaje no ocultan al actor. Es más la voz falseada casi remacha la farsa. O sea, no estamos con los Martes y Trece y sus intentos de imitación. En todo caso, me recuerda a los Morancos, en ese afán caótico, de improvisación, y de puro cachondeo de aquel programa en Canal Sur (no tanto en las generalistas).

Como espectador, uno no sabe bien qué pretende La hora Chanante. A Sara Montiel la arman con una metralladora (y a Carmen Sevilla e Isabel Pantoja, en comando de folklóricas cabreadas, título literal). A Michael Jackson lo mandan a un zoo, para que hable de aquel reducto suyo de peter pan eterno.

No hay los típicos chascarrillos sobre la supuesta pedofolía del cantante (más bien alusiones indirectas). Las usuales críticas a Saritísima son peculiares.

A todo esto, La hora Chanante va, y te sacude con referencias inhabituales. A Sara Montiel, los guionistas la recuerdan de Yuma. Otro día, presenta el programa Salman Rushdie y Freddy Mercury. Otros imitados han sido Coppola o Tim Burton, donde se va de la burla a su carácter gótico y de las bandas sonoras de Danny Elfman al insulto de la esposa del director) y, agárrense, Antonio López, Dali, Picasso y Luis Buñuel.

A Cuéntaselo a Asun, programa de testimonios, los invitados varían entre Franz Kafka, Marx y Engels. Un día expresan sus diferencias Vincent Van Gogh y Paul Gauguin.

Esto tal vez indique que el poso cultural de los que escriben se distancie de los autores de otros sketches humorísticos.

Lo seguro es que el efecto es todavía más marciano. Las referencias son tan marginales que se refuerza la idea: a la Hora Chanante no le interesa demasiado la actualidad. Por eso, se diferencia del origen de la mofa de Homo Zapping, Homo Zapping News, los chistes de Buenafuente, CQC, y hasta los Guiñoles.

También Padre de Familia y Los Simpsons utilizaban conocimientos del espectador respecto de nuestro (o más bien el estadounidense) día a día.

La Hora Chanante no. Va a su bola, que diríamos.

Cuando pasen 10 ó 20 años, sus sketches no nos informarán de aspecto sociológico alguno. No servirá para que los estudiosos y buscadores de tesis universitarias desentrañen cómo se veía la sociedad española o internacional del momento. O, como dirían sus acérrimos, el programa trasciende su época, y es atemporal.

Yo matizo tanto entusiasmo, aunque consiento: es un programa de humor único en la programación televisiva actual.

Pero hay más, para que se complique más el juicio. Porque si los personajes que pueblan parte de las secciones son ilustración de mayor cultura en los autores, esto no implica que el humor sea sesudo.

Ni fino, no vayan ustedes a creer.

Nadie sabe bien qué es el humor inteligente, pero a los que estimen que es, un poner, Woody Allen, los juegos crueles del doctor House, o las situaciones de A Dos Metros Bajo Tierra, que no crean que La Hora Chanante va por esos lares.

El equipo crreativo lo componen albaceteños que han optado por una variante de expresión cerril. Con el aliento castellano de los más cazurros por montera, hay todo un habla, que ya corre por la web (¡hasta en el wikipedia!).

A ello se suma la escatología: caca, culo, pedo, pis.


Así que, háganse una imagen de conjunto. Empieza uno con la sección de Testimonio, de la mano de Salman Rushdie. Luego, percibe que no hay parodia clara, ni la fácil acusación al mundo musulmán. Luego, pasa uno a otras secciones, donde tanto da que se hable de Ramoncín, que de Gremlins 2, que un falso informativo donde un desaliñado reportero asiste a eventos gastronómicos innecesarios.

En resumen, en la misma tanda, tenemos alusiones a la cultura con C mayúscula, menciones freakys, además de unos raps del payaso que puede que contengan homenajes a los Beastie Boys.

¿Ya? ¿Se lo imaginan? Pues eso.

Se queda uno a cuadros.

Por supuesto, todo se vende, así que aquí viene en ayuda de la cadena Paramount Comedy (no creo que sea intención de los creadores del programa) el tópico. La Hora Chanante se ama o se odia.

No, oiga. La Hora Chanante lo que te deja es asombrado, y descolocado.

Una sección también definitoria es Retrospecter. A priori, nada nuevo, se cogen extractos de películas y se dobla al gusto del programa. Sin embargo, aquí vuelve ese "todo vale" escorado al lado de la imaginación.

Las películas elegidas son absolutas desconocidas (o conocidas para los más expertos), siempre en blanco y negro. A medida que uno contempla la sección, se encuentra ya con lo que no encaja.

Aquí les importa bien poco que lo que se diga cuadre con los labios de los actores. Además, se corta, se repite, se da a la moviola para adelante, o para atrás, según les apetezca. No es claro que, justo por ese montaje, se permita la improvisación absoluta.

Pero desde luego, por libertad creativa, que no quede. Lo que, por cierto, se dispone en los varios momentos de animación de la serie.

Así que quizá vayan por ahí los tiros. El equipo de La Hora Chanante inventa lo que le apetece, sin esclavitudes a la actualidad o a las referencias culturales fáciles. Al tiempo, esto origina una botica, donde de todo hay, bueno, malo, regular, y, en ocasiones, hasta genial.

Lo diferente no significa, de seguido, calidad, aunque sí es cierto que se observa con simpatía el éxito para unos señores que nos sacan del muermo oficial humorístico nacional.

En el terreno de las recomendaciones personales, yo les indico los Testimonios de Björk, y Salman Rushdie. Colgaré éstas y alguna otra, pronto.

lunes, octubre 09, 2006

CINE CLÁSICO: THE INFORMER, JOHN FORD; DELATORES, CULPA Y PERDÓN


¿Recuerdan que les hablé de cómo el afán paternalista de un conocido (ex-conocido) me había otorgado el hallazgo de dos films antiguos, de cine clásico?

Hoy les hablo del segundo, El delator, aunque del mismo director, John Ford.

No sé ustedes, pero a mí me sucede que en los momentos previos a la contemplación de una película antigua, me sobreviene una cierta gravedad respetuosa. Esto es un defecto de fabricación educacional, el de todos los burguesitos con mala conciencia por no embriagarse de pleno e inmediato cuando visita un museo antiguo.

Mis horas en las clases de Estética de la facultad no fueron del todo en balde, porque, al cabo, se me contrapone el racionamiento de que la obra (cualquier obra) merece sobre todo la falta de prejuicios, incluso los bien intencionados. Si uno es capaz de no informarse de antemano sobre la película en cuestión, es muy probable que se inciten las sorpresas, que es un subtipo de felicidad (dentro de las transitorias) muy a mano, y muy necesarias en estos días.

Ah, advertencia general: si van a ver la película, lean esto con cuidado porque se adelantan giros importantes de la trama.


El delator (The Informer) es una obra del año 1935 y, sin embargo, el lenguaje cinematográfico está ya ahí; todo, en potencia, a veces casi del todo logrado. En los primeros cinco minutos ya tenemos expuesto, sin apenas palabras, el tema y la situación.

Setenta años y las escuelas de guionistas aún no saben (impartir) cómo se narra bien una historia en imágenes.

El delator trata de la coyuntura conflictiva de Dublín en los años veinte. Lo hace a través de la sencilla, y a la vez compleja (ya sé, ya, perdonen el tópico, luego me explico) historia de Gypo, un ex-colaborador del IRA cuya delicada circunstancia le orienta por la traición a un amigo por dinero.

La sencillez deriva del primitivo arco de sentimientos de ese protagonista, rudo, emocional. La complejidad procede de que ninguna de estas características le privan del remordimiento por lo cometido, ni del amor cierto que ha movido sus acciones. El drama ya lo facilitaría este personaje atormentado pero perdido, frente a un marco temporal donde no se estilan los tonos grises (o se está del lado de los "patriotas" del IRA, o del de los ingleses). Pero en el momento en que se convierte al traidor en protagonista, aquí subyace una intención de análisis. Esto sería independiente de las posibles intenciones del director, ya que John Ford pudiera haber influído en la expresión de las simpatías por sus raíces irlandesas. Quizá la crítica provenga más del guión, o tal vez Ford era patriota pero no estúpido, y sabía que el IRA, con mayor o menor razón en sus proclamas políticas, al rato ya funcionaba como una mafia bastante siniestra.
Una prueba de que el resultado se viera entonces también como poco amable tanto para el fondo como para el protagonista, es el hecho de que la RKO tuviera comprensibles dudas acerca de la producción del film.

Hay quien afirmaría que hay ribetes expresionistas en esta película. No iría yo tan lejos, pero es el rodaje en estudios, la fotografía y la ambientación, la noche dublinesa en la cual se desarrolla toda la historia, refuta los claroscuros de ese marco social y político. Tenemos pobreza, calles oscuras, bares donde apenas sirven copas que nadie puede pagar, mujeres que han de prostituirse, juicios sumarísimos llevados a cabo por la organización terrorista... Pero no, nos situamos en el realismo habitual, o si se quiere, no en ése al que la contemporaneidad nos ha acostumbrado. No, por aquellos primeros momentos del cine, un buen director sabía que todos los medios son válidos para la expresión de una atmósfera.

De hecho, mucho de la primera parte del film tiene poco que ver con el estilo habitual de John Ford. El que sería el señor del western (y el ojito derecho de la crítica cinematográfica hasta antes de ayer) después se definiría por ese tipo de director que no se hace notar.

Un ejemplo son los efectos ópticos utilizados para el énfasis en ese cartel donde se expone la recompensa por la entrega del militante del IRA, y sus efectos como tentación (y luego como culpabilidad) en el protagonista. Hoy que, al parecer, somos todos muy listos, no necesitamos que el autor nos guíe tanto de la mano. Pero ya quisieramos que los directores de hoy se quebraran un tanto más el cerebelo en su modo de comunicación de sentimientos. John Ford lo hace, además, con el lenguaje de la pura imagen, sin diálogos.

Tanto énfasis en la cantidad de la recompensa, veinte libras, viene bien justificado. Facilita una clase de suspense peculiar. A partir de que a Gypo se le encarga, por parte de los gerifaltes de la organización terrorista, el descubrimiento de quién ha sido el delator, el espectador sabe que sospechan de él. Vigilarán cada uno de sus movimientos. Sin embargo, Gypo se deja llevar por su simpleza. En lugar de acudir a Katie, su (pretendida) novia, y darle las veinte libras que ha obtenido de recompensa para ese soñado viaje a América lejos de la pobreza, inicia una ronda de alcohol, invitaciones colectivas, y demostración pública de la fortuna recién conseguida. La continua alusión a la cantidad de dinero que va gastando en sus copas (cálculo que también realizan los agentes del IRA que le vigilan) crea una sensación de irremediable pérdida de oportunidades. El espectador se tensa, se cabrea, se avergüenza, se indigna: ni siquiera le va a quedar para que Katie marche a América. Es ese suspense en que uno sufre tanto con la decisión errónea del protagonista porque el guión se ha encargado de que sepamos un poco más que él. Claro que esa leve superioridad es efectiva si se lleva bien, y pronto estamos dispuestos a gritarle a la pantalla, y eso porque no podemos tomar al personaje por los hombros y sacudirle hasta que vea su error. Intuimos por adelantado cómo va acabará su periplo por la noche de Dublín, pero sólo podemos soportarlo...

Por supuesto, esto implica el riesgo de que acabemos juzgando al protagonista como demasiado estúpido. Es verdad que una serie de casualidades impiden el ansiado encuentro con Katie, pero, aún así, no le exculpa el azar y él se mueve bien solito hacia su propia perdición. No estamos, pues, ante una tragedia: el destino de Gypo procede, como mucho, de sus propias limitaciones psicológicas. Aparenta ser una decisión consciente de director y guionista, así que no es que se configure mal el personaje: es que estos señores persiguen que el tipo sea así de contradictorio.

Me pregunto si no constituye un exceso de riesgo en el guión, y ello pese a que la historia no oculte los orígenes de su comportamiento.

Bien, es cierto que la traición tiene motivaciones honradas, como su amor sincero por Katie o sus finanzas en quiebra (justo por el repudio del IRA tras la renuncia al asesinato de un prisionero inglés), y que la caída en el alcohol es tan humana como cualquier vicio. Sin embargo, aquí se agravan los problemas. Chocamos, acaso demasiado, con lo irresponsable y poco consecuente de los actos de este protagonista. Gypo bebe y se divierte para olvidar su condición de Judas... y para ser aceptado.

Quiere congraciarse con todos, y a todos abraza, y a todos invita. Es una reacción lógica, tras verse "apestado" por el IRA. Pero las actitudes ilógicas, ay, se aguantan un rato, y eso, si no contamos con la percepción personal de cada espectador.

Por otra parte, a lo mejor lo que hace el film tan interesante es que el protagonista sea poco "clásico", y que, vaya, vaya, se le contagie esa grisura moral de lo que acontece a sus alrededores. Y bueno, la gama de sentimientos que produce el protagonista tiene variedad, sin duda. Hay asco, cuando delata falsamente a un inocente sastre como el autor de la traición; hay cierta conmiseración en la escena en que un viejo aprovechado y tarambana le desprecia, ya no le queda dinero, pero luego regresa dócil, y simpático, porque el ya bien borracho Gypo tiene de nuevo unas libras que gastarle.

Esto nos lleva a la interpretación de este personaje por parte de Víctor McLanglen, actor que luego sería partícipe de otros films de John Ford, y que logró el oscar con este papel. A mí me resulta que su actuación es extrema, aunque claro, esto es propio de los oscars y de un criterio común cuando se juzgan intepretaciones. Gypo golpea, grita, canta, se vitorea a sí mismo en arranques etílicos, llora. A ratos es tan excesivo, como la comprensión que se nos exige hacia sus actuaciones.

Así que retorna la pregunta: ¿es una apuesta demasiado peliaguda del director?

No del todo, si uno escarba con más detenimiento el guión.

A medida que avanza la historia, el guionista Dudley Nichols, ganador también del oscar, por esta adaptación de una novela de Liam O´Flaherty, (y que sería probablemente uno de los únicos cuyos méritos en la historia del cine son innegables) nos da acceso a más personajes y tramas. A priori esto sólo parecería el usual contraste entre el paralelo "viaje etílico" de Gypo, y el drama que viven la madre y la hermana del delatado (y asesinado por los ingleses), además de que remata la difícil identificación con el protagonista. Pero si la película, en su primera parte, destacaba por su sencillez de planteamiento, ahora crecen las aristas, porque se pone en escena la dudosa filosofía patriótica del IRA.

O sea, ya estamos un tanto más lejos de la imaginación visual (y mira que es lo que me pierde) pero, a cambio, se gana un retrato complejo de una situación social y política: si el IRA no asesina al delator, la lucha por la patria puede verse afectada. Ya vamos intuyendo la forzada exclusión de matices que significa esta perspectiva; con el tremebundo "juicio" particular del sastre acusado por Gypo nos topamos con su confirmación. El miedo de este hombre corriente, sacado de la cama, y expuesto ante unos "jueces" de la organización terrorista es tan impactante, como el descubrimiento de que todo es una mera treta que señale a Gypo como culpable. Entonces, aunque borracho, aunque mentiroso, la tortilla ha dado la vuelta, y ahora nos vence la empatía por él.

Al final, puede que sí que haya un hálito heroico, en el sentido trágico: este hombre indefenso ante unas fuerzas mayores que no comprende...

Ya no hay dioses, pero la Historia tampoco es manca.

La cantinela del líder del IRA, del sacrificio de Gypo por la causa, se la repite a la hermana del traicionado, pero es justo esta derivación del guión a esta historia de amor la que permite una visión distinta. Ella pregunta, con emoción, de qué sirven tantas muertes...

Y antes de que algún chistoso culpe a la sensibilidad femenina, diré que su visión también posee sentido y honestidad. Porque la chica hace la pregunta sabiendo que si Gypo queda indemne, puede que el precio sea que el líder del IRA, o sea, su amado, muera o sea detenido.

Un poco de racionalidad, pese a las implicaciones emocionales, pues.

Llegado a este punto del film, cabe hablar del tono religioso católico que John Ford enfatiza. Hay quien afirma que es éste su film más claro en un aspecto ideologico que nunca ocultó.

En todo caso, creo que es menos relevante qué piense un autor que el modo en que lo expone. Y el tema de la culpa y el perdón, tan cristiano (y tan judío, sólo basta un vistazo a Woody Allen), es una manera tan válida como cualquier otra para el enfoque de las vidas humanas dramáticas.

El perdón es a lo que apela Katie, una vez averigua lo que Gypo ha hecho por ella; es a lo que apela el propio protagonista, al final, ante la madre del amigo traicionado y muerto. Este final es dramático pero también coherente, y el escenario (una iglesia) está bien hilado, y bien utilizado sin extremos de religiosidad insultantes o sentimentaloides, sino a ese umbral de trascendencia que se espera de lo espiritual.

En fin, mejor vean ustedes la película, mejor si lo hacen antes de la mayor parte de esta reseña. Yo, mientras, seguiré aguardando a que el azar me traiga otros films de cine clásico.

lunes, octubre 02, 2006

MANGA: HORARIOS CONTRADICTORIOS

A veces, uno se despierta un domingo temprano. Como el trabajo autónomo (para el lenguaje "post-capitalista", free lance) es ya de por sí esclavizante, ha de encontrarse tareas sustitutivas que te aporten la impresión de tiempo ocioso.

Así que zapeo, y me topo con Mangápolis, en la Sexta. Bueno, en concreto, tropiezo con una escena desconcertante. En una serie de animación, observo cómo uno de los protagonistas vence en un juego a su contricante mediante el seguro método de arrancarle el corazón. Vaya, que este juego no es el de Pokemon (¿será éste otro elemento reiterativo, definitorio del manga?).

Mangápolis es el usual contenedor, concepto televisivo que consiste en entradillas, o sketch de presentadores para dar paso, o simple transición entre secciones, o series. La diferencia, un poco más original, es que la entidad temática es, claro, el manga. La estética japonesa se traslada a ropas y hasta al casting, que incluye un chico con un algo de rasgos orientales.

Una de las secciones más curiosas es la denominada Informe. Con el citado remedo nipón transmutado en el usual presentador japonés histriónico, se adentra en el tratamiento de aspectos sociales; el que ví, sobre la homosexualidad.

Digo que es curioso, por la idea que se inspira en programas televisivos japoneses, pero con un toque propio que lo pervierte con humor, y con efectos positivos. El replicante de presentador introduce (en supuesto japonés con subtítulos) entrevistas a pie de campo, donde se expresan las visiones sobre qué sucedería si descubrieran que su hijo es homosexual.

Pero también es curioso porque denota una preocupación pedagógica en los creadores del programa. O, si se quiere, un criterio social. Sin embargo, esto se contradice con un posible desajuste entre este horario y su público potencial.

Por aspectos laborales, he estado investigando los programas infantiles y juveniles. Internet y el bendito pero farragoso Google me regalaron un informe, en plan serio, que analizaba los programas y series de todas las cadenas (de entonces; el documento tiene ya unos años). No lo tengo revisado en profundidad, pero me quedé con las conclusiones, un tanto apocalípticas. Ya se sabe que se estila esto de que se halle el enemigo en las ondas televisivas.

Pero veo retazos de este programa, y me quedo pensativo.

Mangápolis no se dirige al público infantil, sino a los jóvenes, calculo que entre 12 y 18 años. Sin embargo, el horario es mañanero, y, por familiares, sé de buena tinta que son horas de consumo para chicos bastante más jóvenes.

Así que los contenidos tal vez no sean los más adecuados. Ni por asomo soy fan de la censura (ahora hay que hacer esos matices hasta el infinito o a uno lo tachan de cualquier cosa). De hecho, al cabo de una semana, escucho que la misma Sexta ha optado por la "autoregulación" (otro término "pos", imagino que en este caso, "postcapitalismo en el cuarto poder"). Una serie de Manga erótico expuso relaciones con una chica que parecía menor, y eso originó misivas a granel de protesta.

Pero el diablo, o Dios, según quién lo diga, está en los detalles.

Aquella serie se emitía cerca de las dos de la madrugada.

Parece que se repite la cantinela; el sexo despliega demasiados vigilantes, pero la violencia transita frente a los ojos y oídos de nuestra prole sin escándalo.

Volviendo a Mangápolis, la serie que no logro identificar (no es ninguna de las que la página de la Sexta anuncia) finaliza, mientras todavía quedo epatado tras ese corazón arrancado que, por cierto, el "héroe" aplasta a modo de reafirmación de su victoria. La primera serie que veo al completo es Noir, que cuenta las peripecias algo culebrónicas de un grupo de asesinos profesionales.

El manga en general me seduce el interés. Por ejemplo, en esa rara alianza entre fondos, ahora estáticos, ahora estilizados e insertados en los movimientos de los personajes, descompuestos en planos rebuscados. Además, en muchas ocasiones, la fantasía está pensada, y es intrigante (y no sólo cuando es futurista). En cuanto a su usual expansión del tiempo de escenas (incluso microescenas) que retrasan el avance de la acción principal me resulta exótico, por diferenciarse de la síntesis narrativa más común.

Sin embargo, aparte de las excepciones de clásicos como Akira o la Princesa Mononoke, al igual que con el terror oriental, esta clase de animación al cabo cansa. Cuando has visto un fantasma con pelo largo y negro, que surge en algún rincón del plano, o que se comunica mediante algún medio de comunicación moderno, ya los has visto todos.


Cuando has visto una competición, con niveles mayores o menores de espectacularidad, los has visto todos.

Con el manga, me sucede algo parecido. Que me perdonen los otakus, pero el género no decide la belleza, ni la verdad. O, en palabras más vulgares, para el hallazgo de una serie buena es tan necesario la búsqueda como en las de otro estilo y estética.

Y Noir no añade mucho, salvo que el protagonismo es absoluto para las mujeres. Las feministas afirmarán, y con razón, que también pueden cargarse a todo Cristo, como los héroes masculinos, que de Aquiles acá, parece que las féminas no pueden ser implacables.

La serie cumple a la perfección las fallas que aquel informe apuntaba. Todo se resuelve a tiros y golpes. No aparece sangre, es cierto, pero no sé si eso arregla mucho. Esta serie se emitía tras el Manga erótico, y uno se cuestiona si el salto en la parrilla de la madrugada a las mañanas no es un recurso de contraprogramación exagerado.

Aparte, los protagonistas son poco menos que superhéroes. No es que prime el realismo.

Ups, perdón por el lapsus; quería decir la verosimilitud. Porque en ese punto, disiento del informe. Se agradece que los pedagógos pretendan que la ficción deba ser un modo más de conocimiento del medio, pero la fantasía, hasta la excesiva, no me resulta peligro alguno para las mentes infantiles.

Dios, la virulencia de la epidemia de realismo en España alcanza hasta a la educación.

Lo que cuenta es que uno acepte ese otro juego, el de la ficción, el de "vale, de acuerdo, acepto el pacto, a partir de aquí, acepto las reglas internas de este universo". Mientras haya coherencia, también en el desarrollo de los personajes (que, al cabo, siempre serán humanos, hasta cuando son criaturas de otro aspecto u origen imaginario).

Con esas pautas, los guionistas siempre podrán ofrecer tramas, si se quiere, educativas, y que
queden tranquilos los pedagogos. Siempre pensé que eran los padres los que orientaban a su progenie a moverse por los pliegues de la vida.

Ahora, con lo de los tiros a tutiplen, y con corazones arrancados, ahí me pongo serio. No se me ocurrirá el adelanto de futuros traumas o patologías varias, pero demonios, ¿nadie cree que estos contenidos deberían llevarse a otro horario?


Además, esto de las modas es ya cansino. Hay series estupendas de animación no japonesas en los canales de pago que podrían traerse a las cadenas en abierto. Divertidas, nada ñoñas, imaginativas, no crean, pero desde luego para niños. Hay va un listado subjetivo y rápido.

Ed + Edd + Eddy y Bob Esponja, para estéticas discordantes y tono un poco gamberro, y Aliens, Vampiros y Piratas, para niños más pequeños.

Esta última se emite por las mañanas en La Banda, de Canal Sur, donde sí parecen aspirar a concordar horarios y contenidos. De hecho, hay una serie, B-Daman, que es Manga, y que sin embargo soslaya la violencia. Eso sí, qué manía tienen estos señores con las competiciones.

Me planteo (mientras emiten un sketch sobre la broma de independizarse en un piso de 30 metros cuadrados) si los adolescentes o jóvenes (porque también hablan de música actual y de ropa fashion, otro concepto "post", "post-pijo", me barrunto) están de veras levantados un domingo a las 10 de la mañana. No me cuadra con lo del botellón, ni con mis propias experiencias.

Por otra parte, no sé, Cuatro me parece que toma el pulso mejor a esa relación entre manga (de calidad) y público adulto, en su contenedor nocturno.

Otro día comentamos por qué Padre de familia, aparte de su irreverencia, y de que ya se repiten demasiado (y llevan pocas temporadas), también parece descolocado en su horario del almuerzo.

lunes, septiembre 18, 2006

RELATOS DE CIENCIA-FICCIÓN: BRIAN ALDISS Y LA DISTANCIA



Me temo que yo no he arribado a la ciencia-ficción por el que supongo es el usual camino. Mi adolescencia no se superpobló de best sellers, o libros de bolsillo firmados por los autores conocidos (Asimov, Clarke), sino que la llenó una infinidad de géneros y temas. Mi “selección” se encuadraba en esas mismas ediciones de bolsillo, y algunas bajo el signo de los best seller, sólo que de selección había más bien poco, y era un cúmulo caótico y sin criterio. Sin definición clara por géneros o temas, mi entrada a la madurez no llevó el que sería primerizo interés a su subsiguiente estadio.

La verdad es que he llegado con mayor gusto a este género por una vía secundaria: los relatos. De modo ocasional, cayeron en mi regazo libros y autores, en su versión novela, pero andaba yo, por entonces, un tanto desplazado al ojo cinematográfico. Encontraba en cada página una posible traducción a cine, y así desaprovechaba el placer simple de la lectura.

Pero hace relativamente poco, he dado en buscar relatos. Los clásicos dan lecciones maestras, y los “grandes” te convocan piezas inolvidables. Sin embargo, mi persecución siempre deriva a entremeter, entre clásico y clásico, cuentos de ciencia-ficción.

Me gusta la originalidad. Sé que todo está dicho y escrito, pero esta afirmación se me antoja un tanto excesiva y general. Hay grandes obras (literarias, cinematográficas) que transmiten personajes, situaciones o meras historias con las que conocemos más y mejor nuestro mundo (el interno también). Pero si quiero que mi imaginación se excite, si deseo el tránsito por esa peculiaridad de la literatura que es la conducción a imágenes inusuales o desconocidas, recurro al género fantástico o de ciencia-ficción.

Puede ustedes hacer el ejercicio. Lean cualquier novela realista, incluso una que sea buena, una que sea grande, y luego tomen un desvío por alguna obra de ciencia-ficción, incluso uno que no sea bueno, que no sea grande.

A mí me sucedió con dos novelas de Gregory Benford, A Través del Mar de Soles y Abismo frenético. Poseen una tremebunda extensión, una torpeza para con la creación de personajes, y el par de teorías científicas se expresan de un modo descriptivo más que intercalado con sabiduría en el entramado narrativo. Además uno no asimila del todo las posibilidades ciencia-ficticias. Pero la miríada de imágenes, las situaciones de unas criaturas con composiciones tan diversas, los escenarios imposibles, desbocan nuestra necesidad de representarnos todo este conjunto.

Luego, no leemos, como a veces sucede con las novelas realistas o psicologistas, un ensayo sobre los sentires, los amores, las traiciones, o el caos del mundo contemporáneo. Sucede como con Lovercraft, cuyas historias funcionan mejor o peor, pero cuya fuerza impactante se expone en los paisajes y sus habitantes (oscuros, extraños hasta el terror para el autor, aunque no tanto para el lector, que casi lo lee como ciencia-ficción, y pienso en el relato En la noche de los tiempos)

Vuelvo a los relatos, porque es ahí donde creo que todos podemos adentrarnos en el género sin que la sesera se haga un esgince en explicaciones científicas un tanto truculentas.

Creo que la mejor introducción pudiera ser Crónicas marcianas (The Martian Chronicles, 1950) de Ray Bradbury. Porque es un libro de relatos de una fuerza poética bastante poderosa, y porque, al cabo, aprovecha la ciencia-ficción para propuestas de tristeza y tragedia.

Yo, en particular, ando comparando los relatos de J. C. Ballard y Brian Aldiss, que son ya popes, en esto del género.

Y digo comparando porque he ido un poco más allá de esa cualidad inspirativa imaginaria. Me dicen o me digo que lo de la búsqueda de la sorpresa o la originalidad quizá sea un estancamiento infantil (aunque si no jugamos, y el juego es un asunto muy serio, menuda vida nos espera). Así que me empeñé: descubriría qué hace un relato de esta clase más trascendente.

Recalco que la selección puede que sea injusta. Utilizo dos colecciones de Ballard contra una de Aldiss, que, además, pertenece ya a una etapa tardía, donde su genio (leo por ahí) no es tan obvio. Además, averiguo que la versión original incluye relatos que aquí no hallo.

Los superjuguetes duran todo el verano (Supertoys last all summer long, 2001, Random House Mondadori en la edición española) es una recopilación realizada a tenor de la película de Steven Spielberg AI (2001), cuyo argumento se basa en el relato que nombra toda la colección. La muerte de Stanley Kubrick, primer interesado en la historia de Aldiss, suponía un morbo adicional (aunque fuera en níveles “cultos”, también allá se dan los chascarrillos), y el prólogo del escritor británico es bastante divertido al respecto del eremita que fue director de cine (o viceversa). Además, al parecer, las editoriales estadounidenses consienten a los autores consagrados (en especial, a los consagrados mayores de 60 años) sólo mediante contratos leoninos en los que debe publicar mucho, y con regularidad.


Tal vez ése sea el problema, y también leo por ahí que es un conflicto que se extiende a otros autores, como el mismo Bradbury. Yo tengo mis dudas, porque he leído relatos del Bradbury anciano que me parecen extraordinarios (algunos de Algo más en el equipaje, One more for the road, 2002, aunque quizá ya no sean de ciencia-ficción), y tampoco este Aldiss es desechable del todo.

Lo primero que compruebo es que un relato constriñe las opciones a eso que tanto me fascina: el retrato de realidades alternativas. Aunque no estoy seguro de que debiera eliminarlo, porque Ballard sí permite maneras de encarar esta dificultad.

Un modo aldissiano de solventarla es que el mundo que se refleja, ese futurible, se sintetiza en datos y hechos. Los valores narrativos se circunscriben al recuento más o menos interesante; no se recurre a personajes como soporte. Esto sucede en III, La Decapitación, y Buey. Cuando no se hace uso de esta idea, mi impresión es que el relato gana, y es lo que sucede en Un problema de Matemáticas, en mi juicio el mejor de esta colección.

III tiene la opción de la ironía, más sútil en tanto que el narrador es una especie de máquina perteneciente a la compañía cuyas andanzas se cuentan. Suena como una de esas azafatas que describen al visitante de alguna corporación o industria las bonanzas de la historia de la empresa.

El humor, pues, es obra del autor, pero debe enmascararlo al plegarse a ese narrador cuyas intenciones son publicitarias, y no burlescas. Además, a medida que avanza el relato, poco divertido se vuelve las actividades explotadoras de esta compañía. Ello suple la falta de suspense verdadero, de elementos narrativos que nos conduzcan a la continuación de la lectura. Es leve, pero acaso suficiente, porque, cuando ni siquiera se da esta progresión, como sucede en La Decapitación o Buey, el relato se queda en una viñeta más o menos efectiva.

Imagino que no será muy original esta extensión de lo que hoy sucede, el afán capitalista y competitivo, a ficciones en un futuro de colonizaciónde otros planetas. La verdad es que no me atraen en especial esas ficciones, aunque puedo suponer que las novelas que traten el tema harán parecida extrapolación de los mecanismos sociales actuales a dichas colonizaciones. Lo que aquí es diferente es el narrador distante.

La distancia en la concatenación de hechos temibles a la vez que disparatados es también la estrategia de La Decapitación. Sin embargo, es un esquema que aquí desvela sus riesgos. Se agradece que las pistas para centrarnos en el género no caigan en la necesidad de explicación (es un comienzo in media res de género) pero ese batiburrillo de seres y situaciones en torno a la autodecapitación oscila con peligro en las meras descripciones. Me recuerda a aquellas escenas en que Woody Allen, en Celebrity, narraba un imposible programa de televisión con obispos y miembros del Ku Klux Klan en el mismo plató. No funciona del todo, y, al igual que el film del director neoyorkino, tampoco Aldiss supera apenas ese tono de denuncia exagerado o grotesco. Eso sí, hay momentos bastante divertidos, por lo absurdo, efecto que supongo se vuelve más soportable es dosis cortas, como el relato; como esta viñeta.

La hilazón de personajes (más bien, tipos, por su sucinta descripción) está más lograda cuando se enlaza en forma temática, un párrafo acaba con una idea fruto de la breve reseña sobre el personaje, y el siguiente tira de ahí para enlazar con el siguiente. Lástima que Aldiss no lo siga de modo coherente en todo el cuento.


En cuanto a Buey, los puntales narrativos son aún más escuetos, y de nuevo se nos da paso a otro tiempo futuro. No hay duda, eso hay que concedérselo, a que Aldiss plantea posibilidades curiosas desde aspectos que parecieran muy secundarios (el consumo de carne de vacuno). Pero me pregunto si cuando leemos un relato que nos sugiere mayor desarrollo, que nos inspira que se lleve a cabo en una novela, no es un relato fallido.

Esto no sucede en la mayoría de los relatos de la colección Zona de catástrofe, de J C Ballard (Minotauro, 1995), que ya comento otro día.

viernes, septiembre 08, 2006

Déjà vu en la Caja Tonta

Finaliza el verano, pero no los calores, de modo que la nula brisa causa que uno regrese a las tentaciones de la televisión, a modo de somnífero en la larga noche estival. Entonces, consulto la programación y, de pronto, me tengo que alegrar. He cumplido años, pero es un hecho que, si no se publicita, tal vez no se haga realidad: y la realidad televisiva permite creer que el tiempo no pasa. Que todo se repite.


Gran Hermano 8, Hospital Central, Cuéntame, Aquí no hay quien viva...

Comprendo y asumo (no con igual resignación a toda hora del día) que Estados Unidos es una potencia inalcanzable en cuanto a contenidos audiovisuales, y que sí, de acuerdo, España hace lo que puede. No, esperen. Es esta parte del razonamiento el que no me convence.

Si hablamos de producción, esto es, de cuánto dinero se gasta una productora (y la cadena que la contrata) para la realización de una serie, no se crean: Cuéntame tiene un presupuesto de aquí te espero.

Si hablamos de "lo que el público pide", nos situamos en una reflexión un tanto maniquea. La gente consume, por suerte (para las cadenas) y para desgracia de los propios espectadores, todo lo que le echen: para lo bueno y para lo malo.

Es cierto que Hospital Central, Los Serrano, Aída, etc, registran unos datos altos de audiencia. Pero, aparte de mis dudas sobre el nunca cuestionado método para dicho registro, ¿no es también verdad que Mujeres Desesperadas, Perdidos, CSI, etc, alcanzan cifras respetables?

El hecho, rotundo estimo yo, es que la narrativa televisiva española es teatro filmado. Los guionistas se preocupan (con diferente grado de seriedad) de las tramas de personajes, y esa enfermedad nacional llamada "realismo". A la larga, no es más que una coartada, porque, a poco que analicemos cualquier serie, coincidirán conmigo en que de creíble hay bien poco. Un conocido me comentaba que Globomedia le exigía, desde el jefe de guiones, una pauta sencilla para Los Serrano: más costumbrismo... es la guerra.

La cuestión no es si algo es real o no, sino si es verosímil. Y una vez, ese pacto se establezca bien con el espectador, debería bastar.

Yo, con sinceridad, no conozco hombres tan ceporros como la familia Serrano. No creo que los supuestos bajos fondos que retrata Aída gocen de la chabacanería con ese orgullo algo tonto. No culpo a los guionistas. Es un trabajo. Hacen lo que pueden con los mimbres que les dan. En serio. Hace unos años, en un taller Espido Freire afirmaba que no hay buenos guionistas. No. Lo que no hay son buenos productores. Buenos ejecutivos que sepan qué es bueno, qué es nuevo, qué es original, qué muestra talento. En Estados Unidos, lo saben ya: los que levantan y supervisan las series son los guionistas. Los directores son meros subcontratados.

Obviamente, no creo que la realidad antiterrorista se parezca del todo a 24, o que los CSI americanos resuelvan todos los casos, y, además, en apenas unas horas. Sin embargo, entro en el juego (me hacen entrar) y como espectador recupero la inversión de mis minutos a través de qué elementos se entremeten en la "fórmula"; en lo visual, o en lo narrativo. Para lo primero, 24 hallo una dirección muy dinámica, y un ritmo que debiera impartirse como modelo en las escuelas de guionistas. Para lo segundo, algunos capítulos de los CSI (y no hablo del famoso episodio dirigido por Tarantino) rompen la linealidad, y otro ejemplo es cómo El Ala Oeste de la Casa Blanca explica de forma amena los detalles más complejos de la política de Estados Unidos.

Antes de que se me enjuicie, diré que, de usual, no soy un defensor acérrimo de cualquier producción estadounidense. Juzguen ustedes mismos.

Vean un capítulo de Los Serrano, y luego vean uno de El Ala Oeste de la Casa Blanca. Comparen la sutileza de Aída, y luego observen el sentido del humor de Mujeres Desesperadas.


Pero es inútil. Para un disfrute holgado de ficción televisiva, parecemos condenados a Imagenio o el Plus, y los canales de series.

No comprendo esta política. Es más, las cadenas debieran considerar el riesgo de que sus audiencias se acostumbren a la calidad de House, Medium, Perdidos, y demás, y demanden que se expongan en los canales en abierto. Cuando les enseñen la ficción nacional, cabe el riesgo de que comparen, y entiendan que oye, no. Que el tiempo es oro, que al final la televisión no es gratis, y que los años sí pasan, aunque la rejilla de programación te seduzca para continuar pensando que todo es igual al 2005, al 2004, o al 2000.

sábado, agosto 26, 2006

LAS UVAS DE LA IRA (THE GRAPES OF WRATH, 1940)

A pesar de que el DVD ya participa en nuestras vidas, el encuentro azaroso con el viejo VHS permite ciertos inesperados frutos. A raíz de toparme con un conocido (esto es matizable; fue un conocido, ya no lo veo, no hablamos, luego ya no le conozco), y su afán apasionado y paternalista, me abrió las puertas de su videoteca. Intuí que su pretensión era que conociera yo su extenso conocimiento del séptimo arte, al tiempo que ilustrarme. Pero se lo agradezco. Por su intervención, encontré dos joyas.

Basada en el libro de John Steinbeck del mismo título, Las Uvas de la Ira es uno de esos títulos de Estados Unidos que aparecen de modo sucesivo en las listas de mejores películas de todos los tiempos. Esto es el dato, el hecho, la curiosidad. Luego, uno observa el film y desgrana sus impresiones.


Más allá de lo sostenido por lo que opinan los críticos de las más prestigiosas revistas, el film resulta una extraña alianza entre el proceso hacia la toma de conciencia del proletariado, por un lado, y la defensa a ultranza de la familia, por el opuesto. Esta curiosa contradicción de ideologías procede de un texto de base con objetivos progresistas traducido al cine por un director conservador.

El primero de los elementos que destacan del film es su novedosa búsqueda del realismo. Posee un mérito reseñable el reflejo de una situación social e histórica con tan poco margen de diferencia cronológica. El mismo Steinbeck ya pretendía esa nota urgente del drama de centenares de familias en los estados más castigados por los años de la depresión del 29, que dejaron sus tierras hacia California, en la obligación del hallazgo de esa aparente "tierra de las oportunidades".

Pero la literatura no ha sido nunca un arte popular, al contrario que el cine, y persiste lo llamativo de que la fábrica de sueños de Hollywod se atreviera a una historia con tantos ecos de crítica social apenas diez años después. No parece casual que en Estados Unidos se extendieran al aire los ecos de la Segunda Guerra Mundial, de forma que la lucha contra todo aquello que aparentara estar cercano al comunismo tenía un pase temporal, mientras el enemigo se llamara Adolf Hitler.

También es inusual ese afán de verismo, incluso fotográfico, en John Ford. En films anteriores, como El Delator (The Informer, 1935), había bordeado el estilo expresionista. Tras esta cierta excepción que constituye Las Uvas de la Ira, el director norteamericano se instalaría en el clasicismo cinematográfico, el cual no se define precisamente por la permisividad con lo naturalista (sino por esa serie de normas por las que nada en pantalla recuerda al espectador que asiste a una representación/ficción, en aras de la verosimilitud).

Aquí, el rodaje en exteriores gana tanto protagonismo como efectividad. Ford sigue con su cámara la ruta 66 que sigue la familia Joad desde Oklahoma hasta California. Escenas como la llegada al primer campamento de inmigrantes guardan esa potencia de las imágenes de documental. Tampoco hay miramientos a la hora de que se nos expongan los momentos de violencia (la muerte de Casy, por ejemplo, está rodada sin énfasis, sin planos cortos, sin un cámara que clarifique o amplifique este significativo momento).


A pesar de lo anterior, en el estilo y estética del film, nos hallamos con la primera contradicción, o, cuando menos, dislocación, que se repite en más aspectos y que otorgan a Las Uvas de la Ira su peculiar condición. Porque, si bien, Ford opta por el realismo, el comienzo de la película no podría más en contra de estas intenciones. Tras una escena rodada en exteriores, pasamos al encuentro de Tom con Casy, el ex–predicador, y la llegada al que durante muchos años fue su hogar. Todo esto fue rodado en estudio. En concreto, esta última escena, es de una fuerza extraordinaria, con el juego de luces de esa casa abandonada y a oscuras, sólo iluminada por las velas de los recién llegados (todo un desafío técnico para Gregg Tolland, el que luego sería el laureado director de fotografía de Ciudadano Kane).

Si alguien accediera a la película en este momento (como sucedió al que esto escribe, una primera vez que zapeaba por La 2, de madrugada, y sin paciencia o con sueño para continuar el visionado), se tendría la sensación de penetrar en un film de terror o de cine negro, en ningún caso una historia realista. La narración continúa con los flashbacks de Mulrey, un desahuciado que se refugia en la casa, y que cuenta a Tom y a Casy (y al espectador) qué ha sucedido. Ahora si se abre a los exteriores, pero ciertos efectos ópticos (muy interesantes, por otra parte), que representan el terror del avance de las excavadoras sobre la casa de Mulrey, siguen alejando el afán naturalista.


¿Qué sucede? ¿Acaso Ford no se decidía por el que luego sí será el tono general? No, en realidad, Las Uvas de la Ira cede a las convenciones de género, y aquí estamos ante un drama familiar (con elementos de road-movie, por cuanto existe un viaje también en el sentido metafórico), no ante un film social. El rodaje en estudios también se repite en las escenas en el campamento del gobierno y los contrastes luz/oscuridad también se dan en el que será el asesinato de Casy. No se trata de que se pierda el realismo más directo, sino de que Ford no desprecia concordarlos con su conocimiento del medio y del lenguaje, el pionero (expresionismo) y el clásico.

Es una opción estética, llamativa por cuanto el director percibió con acierto la necesidad de una apertura a imágenes más cercanas al documental. Una opción que es, a la vez, coherente con su consideración sobre cómo hacer cine, preocupado por los géneros y los personajes: es decir, muy lejos de lo que serían las intenciones de corrientes como el neorrealismo italiano, surgido años después. Otra cosa es considerar si el que fuera consecuente como autor aporta coherencia al conjunto de la película, por las especiales resonancias del tema.

Sin ir más lejos, como sinécdoque de lo que vivieron todas estas familias, los Joad debían tener un tratamiento igual de verista. Sin embargo, la pretensión nunca llega tan lejos, como, por ejemplo, utilizar actores no profesionales (como se dio, en abundancia, en el neorrealismo). Si bien ciertas escenas buscan una puesta en escena coral, donde los actores se desenvuelvan con mayor naturalidad (me refiero, por ejemplo, al desayuno de todo el clan antes de que llegue Tom), se ahonda más en el clasicismo habitual. El actor se pliega a la cámara, y no al contrario, y de este modo se comprende, como caso más claro, el famoso (y algo mitificado) parlamento final de Tom Joad, donde lo hermoso del discurso se impone a lo verosímil. O si se quiere, lo dramático (o teatral) vence a lo cinematográfico (y narrativo). Es esta opción cinematográfica la que también explicaría que tanto Henry Fonda como Jane Darwell fueran nominados al Óscar (aunque sólo ella lo obtuviera).

No juzgo que las interpretaciones no sean meritorias, ni posean efectividad. El guión, y el texto literario del que procede, ofrecen algunos personajes jugosos, bien aprovechados por la dirección de Ford y los intérpretes correspondientes.

El protagonista, Tom, es atípico. Distante, tranquilo y a veces rudamente sincero, acaba de salir de la cárcel. Admite su delito (un asesinato, en una pelea) y su falta de remordimiento, y, a la vez, es capaz de la melancolía (comenta ingenuo que nunca hubiera creído que habría de esconderse en su propia tierra) y de un arranque heroico (salva a un colega a punto de ser disparado por un policía). La interpretación de Henry Fonda sostiene tan complejo personaje. Por las características señaladas, deviene en un ambiguo guía del espectador hacia el interior de la historia. Su protagonismo no es tal hasta la parte final: su evolución hacia una toma de conciencia (casi sindical) es tan tardía como súbita (y violenta). Otro personaje interesante es el de Casy, interpretado con maestría por John Carradine. En su supuesta actitud de confusión y pérdida se vuelve el detonante de la implicación de Tom por unos ideales de defensa de los más desfavorecidos.

No todas las actuaciones componen de forma efectiva el film. Cuando Ford busca en esa dirección de realismo/naturalismo salirse del esquema clásico, a veces tiende al exceso: en particular con los actores que interpretan a los abuelos de la familia. Este peligro de rozar el ridículo se ve en escenas como la preparación de la salida en la camioneta (con el abuelo enfurruñado porque, de pronto, no quiere marcharse), o ese momento en que el personaje de John Carradine, narrando una anécdota a Tom, la representa, exagerado, saltando por encima de una verja.

Aunque, tal vez, esto es problema del que mira, o sea, un espectador del siglo XXI, y aquellos años y personas fueran, en verdad, así de simples. De todos modos, fue la sensación que me produjo.

Esta tensión no resuelta entre pretensiones y resultados se halla también, y sobre todo, en el propio elemento ideológico de la película. Si arguyo, incluso, que el viaje de Tom no es el mismo que el de su familia, ya tenemos el problema. La evolución de aquél es hacia una puesta en marcha de la defensa de su clase social, mientras que la de ésta, representada en especial en la madre, es hacia un descubrimiento de lo esencial de los lazos familiares. Este doble mensaje se mantiene hasta el final, y se expresa en última instancia incongruente. Si Tom, en el discurso donde explica a su madre a qué dedicará su vida, nos habla de una justificación de la lucha obrera, en la escena final la madre le dice a la familia, de nuevo puesta en marcha en la camioneta, que la gente como ellos seguirá adelante, a pesar de todo. Es decir, la película apela al cambio con Tom, y luego se mitiga con un cierto inmovilismo: ¿para qué la lucha, si las clases más humildes, según se dice, resistirán pese a la opresión (con resignación cristiana, además)?


Esta problemática no resulta tan llamativa, si comprendemos que John Ford era efectivamente un republicano católico y conservador. Lo curioso es que su perspectiva no se ofrece dócil. Es crítico con la corrupción de una policía aliada con los empresarios de recogida de fruta que malcontrata a los recién llegados, o con las "patrullas ciudadanas" en busca de altercados que facilite la detención de los "alborotadores", es decir, aquellos trabajadores que exigen sus derechos.

Entonces, ¿cuál es la verdadera intención del director?

Por un lado, está en la repetida alusión al dinero (el que les queda a los Joad, el que pagan en los campamentos, el que pueden gastar en cada parada del camino). Ford contrapone la humanidad de sus personajes al problemático intercambio monetario. Esa preocupación por una recuperación de lo humano no expulsa la crítica a la falta de solidaridad; de ahí la mostración de ciertos seres sin escrúpulos. Pero, en consonancia con sus creencias cristianas, la moral general deriva más hacia una defensa de una cierta fraternidad.

Un ejemplo es la escena en la que el padre Joad contabiliza con esmero cuánto gastarse en pan en una cafetería. Cuando los niños quedan mirando unas barras de caramelo, el padre, a pesar de que requiere el ahorro, se las compra. La camarera, que, hace un momento, ponía problemas a servirle sólo el pan, les cobra de menos. El gesto tiene efecto dominó; unos clientes, que se han dado cuenta del detalle, se marchan pagando de más. La camarera, emocionada, no puede evitarlo: "¡Qué buena gente!"

Por otro lado, tenemos esos dos magníficos flashbacks, donde se narra la expulsión de unos agricultores, la familia de Mulrey. En el primero, el patriarca, enfurecido, se rebela ante el que han enviado para informarles del desahucio, junto a su hijo, que amenaza con una escopeta. Merece la pena reproducir el diálogo:

Hijo: ¿De quién es la culpa?

Agente: Ya sabes quién es el dueño de la tierra. La Shawnee Land y Cattle Company.

Padre: ¿Y quién es Shawnee Land y Cattle Company?

Agente: No es nadie. Es una empresa.

Hijo: ¿Tienen un presidente, no? ¿Tienen alguien que sepa para qué es una escopeta?

Agente: Oh, chico, no es culpa suya, porque el banco le dice qué hacer.

Hijo: Muy bien, ¿dónde está el banco?

Agente: En Tulsa. ¿Para qué tomarla con él? Allí no hay nadie excepto el administrador. Y ya está medio loco tratando de cumplir con las órdenes que llegan del Este.

Hijo: Entonces, ¿a quién disparamos?

Agente: Amigo, no lo sé. Si lo supiera, te lo diría.

Entre medias de estos flashbacks, el que los narra, Mulrey, el patriarca expulsado, también colabora a ese bosquejo dramático sin aparentes culpables. Ante las preguntas de Tom, afirma que el origen del desastre ha sido el viento "soplando año tras año. Destruyendo la tierra. Llevándose las cosechas. Y llevándosenos ahora a nosotros".

Ford y su guionista se preocupan y compadecen de las víctimas, sin que denoten culpables mayores. No sortean el retrato de la crudeza de quienes se aprovechan de la situación, aunque no ascienden más en la cadena de responsabilidades. Es innegable que esta abstracción, ese tinte de desgracia sin rostro, tiene potencial. Reverbera los aspectos trágicos (una familia contra fuerzas mayores y desconocidas) además de esa cualidad poética, tan bien utilizada en las escenas rodadas de estudio y con tintes casi expresionistas.

La paradoja estriba en que creo que esa distancia de un análisis social/ideológico es lo que aleja al film de haber resultado un mero panfleto, siendo, en cambio, una obra que mantiene su vigencia.

Al fin y al cabo, nos arengaba Espido Freire (seguro que la mencionaré más de una vez, fue una profesora estupenda), una historia, cualquier historia, debería poseer la capacidad de trascendencia, y el marco arquetípico de la tragedia (también el del viaje, por cierto, aunque sin que la familia y Tom lleguen al mismo autodescubrimiento) aparece como una opción viable.

Menos interesante me ha parecido siempre el recursos a la mera dramaturgia para que un autor nos cuente las situaciones de los desfavorecidos.

Esto me hace que recuerde a Ken Loach, tan alabado, luego tan denostado (la crítica a veces se pliega al viento que más resguarda). Aunque quizá el "truco" de su cine sea que el naturalismo impregna tan bien las imágenes que nos convence de que casi estamos ante un documental.

De todos modos, Las Uvas de la Ira, pese a su indecisión de estilo e intenciones, o justo gracias a ella, posee un buen puñado de momentos que la hacen única, y merecedora de una mirada atenta, si bien sin necesidad de mitificación.