¿Recuerdan que les hablé de cómo el afán paternalista de un conocido (ex-conocido) me había otorgado el hallazgo de dos films antiguos, de cine clásico?
Hoy les hablo del segundo, El delator, aunque del mismo director, John Ford.
No sé ustedes, pero a mí me sucede que en los momentos previos a la contemplación de una película antigua, me sobreviene una cierta gravedad respetuosa. Esto es un defecto de fabricación educacional, el de todos los burguesitos con mala conciencia por no embriagarse de pleno e inmediato cuando visita un museo antiguo.
Mis horas en las clases de Estética de la facultad no fueron del todo en balde, porque, al cabo, se me contrapone el racionamiento de que la obra (cualquier obra) merece sobre todo la falta de prejuicios, incluso los bien intencionados. Si uno es capaz de no informarse de antemano sobre la película en cuestión, es muy probable que se inciten las sorpresas, que es un subtipo de felicidad (dentro de las transitorias) muy a mano, y muy necesarias en estos días.
Ah, advertencia general: si van a ver la película, lean esto con cuidado porque se adelantan giros importantes de la trama.
El delator (The Informer) es una obra del año 1935 y, sin embargo, el lenguaje cinematográfico está ya ahí; todo, en potencia, a veces casi del todo logrado. En los primeros cinco minutos ya tenemos expuesto, sin apenas palabras, el tema y la situación.
Setenta años y las escuelas de guionistas aún no saben (impartir) cómo se narra bien una historia en imágenes.
El delator trata de la coyuntura conflictiva de Dublín en los años veinte. Lo hace a través de la sencilla, y a la vez compleja (ya sé, ya, perdonen el tópico, luego me explico) historia de Gypo, un ex-colaborador del IRA cuya delicada circunstancia le orienta por la traición a un amigo por dinero.
La sencillez deriva del primitivo arco de sentimientos de ese protagonista, rudo, emocional. La complejidad procede de que ninguna de estas características le privan del remordimiento por lo cometido, ni del amor cierto que ha movido sus acciones. El drama ya lo facilitaría este personaje atormentado pero perdido, frente a un marco temporal donde no se estilan los tonos grises (o se está del lado de los "patriotas" del IRA, o del de los ingleses). Pero en el momento en que se convierte al traidor en protagonista, aquí subyace una intención de análisis. Esto sería independiente de las posibles intenciones del director, ya que John Ford pudiera haber influído en la expresión de las simpatías por sus raíces irlandesas. Quizá la crítica provenga más del guión, o tal vez Ford era patriota pero no estúpido, y sabía que el IRA, con mayor o menor razón en sus proclamas políticas, al rato ya funcionaba como una mafia bastante siniestra.
Una prueba de que el resultado se viera entonces también como poco amable tanto para el fondo como para el protagonista, es el hecho de que la RKO tuviera comprensibles dudas acerca de la producción del film.
Hay quien afirmaría que hay ribetes expresionistas en esta película. No iría yo tan lejos, pero es el rodaje en estudios, la fotografía y la ambientación, la noche dublinesa en la cual se desarrolla toda la historia, refuta los claroscuros de ese marco social y político. Tenemos pobreza, calles oscuras, bares donde apenas sirven copas que nadie puede pagar, mujeres que han de prostituirse, juicios sumarísimos llevados a cabo por la organización terrorista... Pero no, nos situamos en el realismo habitual, o si se quiere, no en ése al que la contemporaneidad nos ha acostumbrado. No, por aquellos primeros momentos del cine, un buen director sabía que todos los medios son válidos para la expresión de una atmósfera.
De hecho, mucho de la primera parte del film tiene poco que ver con el estilo habitual de John Ford. El que sería el señor del western (y el ojito derecho de la crítica cinematográfica hasta antes de ayer) después se definiría por ese tipo de director que no se hace notar.
Un ejemplo son los efectos ópticos utilizados para el énfasis en ese cartel donde se expone la recompensa por la entrega del militante del IRA, y sus efectos como tentación (y luego como culpabilidad) en el protagonista. Hoy que, al parecer, somos todos muy listos, no necesitamos que el autor nos guíe tanto de la mano. Pero ya quisieramos que los directores de hoy se quebraran un tanto más el cerebelo en su modo de comunicación de sentimientos. John Ford lo hace, además, con el lenguaje de la pura imagen, sin diálogos.
Tanto énfasis en la cantidad de la recompensa, veinte libras, viene bien justificado. Facilita una clase de suspense peculiar. A partir de que a Gypo se le encarga, por parte de los gerifaltes de la organización terrorista, el descubrimiento de quién ha sido el delator, el espectador sabe que sospechan de él. Vigilarán cada uno de sus movimientos. Sin embargo, Gypo se deja llevar por su simpleza. En lugar de acudir a Katie, su (pretendida) novia, y darle las veinte libras que ha obtenido de recompensa para ese soñado viaje a América lejos de la pobreza, inicia una ronda de alcohol, invitaciones colectivas, y demostración pública de la fortuna recién conseguida. La continua alusión a la cantidad de dinero que va gastando en sus copas (cálculo que también realizan los agentes del IRA que le vigilan) crea una sensación de irremediable pérdida de oportunidades. El espectador se tensa, se cabrea, se avergüenza, se indigna: ni siquiera le va a quedar para que Katie marche a América. Es ese suspense en que uno sufre tanto con la decisión errónea del protagonista porque el guión se ha encargado de que sepamos un poco más que él. Claro que esa leve superioridad es efectiva si se lleva bien, y pronto estamos dispuestos a gritarle a la pantalla, y eso porque no podemos tomar al personaje por los hombros y sacudirle hasta que vea su error. Intuimos por adelantado cómo va acabará su periplo por la noche de Dublín, pero sólo podemos soportarlo...
Por supuesto, esto implica el riesgo de que acabemos juzgando al protagonista como demasiado estúpido. Es verdad que una serie de casualidades impiden el ansiado encuentro con Katie, pero, aún así, no le exculpa el azar y él se mueve bien solito hacia su propia perdición. No estamos, pues, ante una tragedia: el destino de Gypo procede, como mucho, de sus propias limitaciones psicológicas. Aparenta ser una decisión consciente de director y guionista, así que no es que se configure mal el personaje: es que estos señores persiguen que el tipo sea así de contradictorio.
Me pregunto si no constituye un exceso de riesgo en el guión, y ello pese a que la historia no oculte los orígenes de su comportamiento.
Bien, es cierto que la traición tiene motivaciones honradas, como su amor sincero por Katie o sus finanzas en quiebra (justo por el repudio del IRA tras la renuncia al asesinato de un prisionero inglés), y que la caída en el alcohol es tan humana como cualquier vicio. Sin embargo, aquí se agravan los problemas. Chocamos, acaso demasiado, con lo irresponsable y poco consecuente de los actos de este protagonista. Gypo bebe y se divierte para olvidar su condición de Judas... y para ser aceptado.
Quiere congraciarse con todos, y a todos abraza, y a todos invita. Es una reacción lógica, tras verse "apestado" por el IRA. Pero las actitudes ilógicas, ay, se aguantan un rato, y eso, si no contamos con la percepción personal de cada espectador.
Por otra parte, a lo mejor lo que hace el film tan interesante es que el protagonista sea poco "clásico", y que, vaya, vaya, se le contagie esa grisura moral de lo que acontece a sus alrededores. Y bueno, la gama de sentimientos que produce el protagonista tiene variedad, sin duda. Hay asco, cuando delata falsamente a un inocente sastre como el autor de la traición; hay cierta conmiseración en la escena en que un viejo aprovechado y tarambana le desprecia, ya no le queda dinero, pero luego regresa dócil, y simpático, porque el ya bien borracho Gypo tiene de nuevo unas libras que gastarle.
Esto nos lleva a la interpretación de este personaje por parte de Víctor McLanglen, actor que luego sería partícipe de otros films de John Ford, y que logró el oscar con este papel. A mí me resulta que su actuación es extrema, aunque claro, esto es propio de los oscars y de un criterio común cuando se juzgan intepretaciones. Gypo golpea, grita, canta, se vitorea a sí mismo en arranques etílicos, llora. A ratos es tan excesivo, como la comprensión que se nos exige hacia sus actuaciones.
Así que retorna la pregunta: ¿es una apuesta demasiado peliaguda del director?
No del todo, si uno escarba con más detenimiento el guión.
A medida que avanza la historia, el guionista Dudley Nichols, ganador también del oscar, por esta adaptación de una novela de Liam O´Flaherty, (y que sería probablemente uno de los únicos cuyos méritos en la historia del cine son innegables) nos da acceso a más personajes y tramas. A priori esto sólo parecería el usual contraste entre el paralelo "viaje etílico" de Gypo, y el drama que viven la madre y la hermana del delatado (y asesinado por los ingleses), además de que remata la difícil identificación con el protagonista. Pero si la película, en su primera parte, destacaba por su sencillez de planteamiento, ahora crecen las aristas, porque se pone en escena la dudosa filosofía patriótica del IRA.
O sea, ya estamos un tanto más lejos de la imaginación visual (y mira que es lo que me pierde) pero, a cambio, se gana un retrato complejo de una situación social y política: si el IRA no asesina al delator, la lucha por la patria puede verse afectada. Ya vamos intuyendo la forzada exclusión de matices que significa esta perspectiva; con el tremebundo "juicio" particular del sastre acusado por Gypo nos topamos con su confirmación. El miedo de este hombre corriente, sacado de la cama, y expuesto ante unos "jueces" de la organización terrorista es tan impactante, como el descubrimiento de que todo es una mera treta que señale a Gypo como culpable. Entonces, aunque borracho, aunque mentiroso, la tortilla ha dado la vuelta, y ahora nos vence la empatía por él.
Al final, puede que sí que haya un hálito heroico, en el sentido trágico: este hombre indefenso ante unas fuerzas mayores que no comprende...
Ya no hay dioses, pero la Historia tampoco es manca.
La cantinela del líder del IRA, del sacrificio de Gypo por la causa, se la repite a la hermana del traicionado, pero es justo esta derivación del guión a esta historia de amor la que permite una visión distinta. Ella pregunta, con emoción, de qué sirven tantas muertes...
Y antes de que algún chistoso culpe a la sensibilidad femenina, diré que su visión también posee sentido y honestidad. Porque la chica hace la pregunta sabiendo que si Gypo queda indemne, puede que el precio sea que el líder del IRA, o sea, su amado, muera o sea detenido.
Un poco de racionalidad, pese a las implicaciones emocionales, pues.
Llegado a este punto del film, cabe hablar del tono religioso católico que John Ford enfatiza. Hay quien afirma que es éste su film más claro en un aspecto ideologico que nunca ocultó.
En todo caso, creo que es menos relevante qué piense un autor que el modo en que lo expone. Y el tema de la culpa y el perdón, tan cristiano (y tan judío, sólo basta un vistazo a Woody Allen), es una manera tan válida como cualquier otra para el enfoque de las vidas humanas dramáticas.
El perdón es a lo que apela Katie, una vez averigua lo que Gypo ha hecho por ella; es a lo que apela el propio protagonista, al final, ante la madre del amigo traicionado y muerto. Este final es dramático pero también coherente, y el escenario (una iglesia) está bien hilado, y bien utilizado sin extremos de religiosidad insultantes o sentimentaloides, sino a ese umbral de trascendencia que se espera de lo espiritual.
En fin, mejor vean ustedes la película, mejor si lo hacen antes de la mayor parte de esta reseña. Yo, mientras, seguiré aguardando a que el azar me traiga otros films de cine clásico.
Magnífico análisis de una magnífica película. Una entrada muy trabajada.
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