Eat
sleep die (Ata sova do, Gabriela Pichler, 2012)
compite en la Sección Oficial del Festival de Cine Europeo de Sevilla 2012. Es
la primera película de su directora, y con ella ha ganado el premio de la
Semana de la Crítica en el Festival de Venecia. La historia que narra no es
original (no puede serlo), pero el guión ha sabido dirigirse a la única forma
en la que se podía superar este problema: con el mayor número de
particularidades para la situación expuesta.
Eat
sleep die se acerca a la vida de Raša, una trabajadora en una planta de
tratamiento de alimentos en un pueblo de Suecia. Ella y su padre son emigrantes
allí, pero Raša lo es desde que tenía un año, de forma que se siente parte de
la comunidad. Es una más en la fábrica, es una más cuando sale con sus colegas,
es una más que se enfrenta a una reducción de plantilla en el trabajo.
A
veces un título te da pistas de lo que transmite un film, y sólo te vas dando
cuenta a medida que avanza. Es verdad que un diálogo, en la escena final, reverbera
en la posible reflexión que propone Gabriela Pichler, lo cual, por cierto,
quizá ya no fuera necesario.
Y
es que la vida de Raša es ésa: trabajar, comer, marcharse a su casa, y vuelta a
empezar. Pero si suponen que es otra cinta más que incide en el usual mensaje
sobre cuánto aliena el trabajo, se equivocarían. Ella es feliz en la vida que lleva. No una felicidad plena, por supuesto, porque si
no tendríamos una protagonista bastante aburrida. Tiene sus conflictos. Pero no
con su trabajo. Más bien, con su
padre.
Las
escenas en que vemos cómo interactúan son algunos de los
mejores momentos de Eat sleep die. Hay ocasión para la complicidad (se pelean,
en broma), y para que percibamos a la vez lo peculiar de esta relación.
El padre, Pappan, tiene problemas con su espalda, y con el idioma, que, pese a
todos esos años en Suecia, no domina. Así que su hija, en una inversión de
roles, es la que cuida de él, pese a que no le supongamos (nunca se dice) más
de 20 años. Le da masajes en la espalda, le ayuda a bañarse. La relación es tan
fluida y diferente a lo que se suele ver en pantalla, que, durante un buen rato
de la proyección, es posible que creamos que Pappan es un compañero/amante mayor,
y no su padre.
Algo
similar nos sucedería con ese chaval que luego vemos que la acompaña en sus
excursiones por el paraje que rodea el pueblo. Pero no. Raša no tiene tiempo o
interés para parejas. Tampoco para una vida fuera de sus obligaciones (no tiene hobbies, le oiremos decir). Por eso,
cuando se queda en paro, el choque es mayor.
Insisto
en que seguramente el cine europeo lleva reflejando los problemas sociales el
suficiente tiempo para que esto ya se haya explorado de diferentes (y no dudo que mejores) maneras. Y
leo por ahí (por ejemplo, en esta crítica, que no aprecia tanto la película) que Eat sleep die tiene más de un punto en
común con el cine de los hermanos Dardenne. Algo del ímpetu y la energía de la
protagonista de Rosetta (1999) hay en Rasa. En todo caso, no creo que eso merme
del todo la capacidad de Pichler para producir escenas que construyen sobre eso
que pasa todos los días, en toda Europa, y que ahora, más que nunca, sabemos
bien los españoles.
Por
ejemplo. La escena en la que el encargado de informar a los trabajadores de
quién será despedido ronda por la fábrica. Raša lo detecta. Cruza miradas con
sus compañeros. Nerviosismo. El encargado, listado en mano, se acerca a un
compañero; ese chaval con el que Raša pasa las horas muertas. Cámara en mano o
no, la dirección y el montaje muestran una escena
de suspense y hasta de cierto terror. Entonces, el encargado regresa. Sigue
rondando. Va hacia Raša. Puede que un guión más académico criticaría que
estamos ante un primer punto de giro un poco tardío. En cambio, es difícil no
ver la fuerza que tiene este momento, y su desenlace. Raša no atiende a cómo el
encargado la llama. Se quita los guantes con los que trabajaba. Comienza a
caminar. El encargado la sigue, repite su nombre. Ella huye, sale de la planta,
corre por la carretera. Cae.
Objetivamente,
perder el trabajo es igual de duro para todos. Pichler no quiere discursos
generalistas. Concreta. Ya el hecho de que se nos informe de que ese supuesto paraíso que para muchos países europeos significa Suecia no lo es tanto es de agradecer. Pero hay más. Por eso, no estoy de acuerdo con la visión de esta crítica:
"Raša needs a
job, and this grounded treatment feels diametrically opposed to the view of a
working life that Jason Reitman’s nevertheless excellent Up in the Air had,
where the subjects seemed pathetic for being so emotionally involved in their
jobs. Here, it is a necessity to put food on the table rather than to buy a new
Lexus."
Por
supuesto, el aspecto económico está ahí. Pappan, pese a sus achaques, se marcha
a Noruega unos meses para sacarse un dinero. Pero lo hace por lograr una cierta
independencia de la hija, y antes de que la despidan. En toda la película, no
se habla de dinero o de su necesidad. Esto no significa que esta motivación
esté del todo ausente porque esto es realismo, y no hace falta ser enfático en
ciertos detalles. Sin embargo, la dirección y el guión de Pichler van más allá
de esos apuntes un tanto más generales (más vagos).
Raša,
como dirá a la directora de la empresa, no ha conocido más que este
trabajo. Sus amigos están allí. Sus horas y su comunidad las ha construido,
desde los 16 años (este dato sí se da), en torno a él.
Hay mucho de cualquiera que se haya quedado desempleado en la protagonista. Lo
que quiere es que nada cambie. Quiere poder seguir cuidando de su padre, y no
al contrario. Quiere las bromas, la camaradería de las comidas en la sala a
propósito que hay en la planta. Quiere que su mundo no se venga abajo. Si uno
ha pasado por esta experiencia, es imposible no conectar con ella como personaje.
Pero
el guión, decíamos, no la hace un símbolo, una representante abstracto. En
cuanto a que la protagonista es una mezcla de lo general y lo específico, Eat
Sleep Die rodea ese escollo del cine social.
Más
de una crítica (y algún espectador al que
entreoí al salir) ha señalado que el segundo acto del film es un tanto largo,
y que el interés decae. No niego que quizá algo pudiera haberse caído de los
107 minutos, aunque yo encontré que el montaje y esa cámara nerviosa (aunque ya
un rasgo algo demasiado tópico para este tipo de cine), al contrario,
proporcionaban bastante ritmo.
Otro
de los aspectos destacables de la película tiene que ver con algo ya
mencionado: la dosificación de la información. Vamos sabiendo más del contexto
de Rasa poco a poco y con detalles que la hacen un ser bastante
individualizado. En ese sentido, ni su condición de emigrante la hace el
ejemplo típico. Cuando aguarda, ella y unos compañeros, a la respuesta de los representantes
sindicales, no tiene reparos en mencionar cómo es injusto que despidan a
suecos, y no a los emigrantes iraquíes.
Lo
interesante es que el guión sólo nos informa de que ella es musulmana hasta
bastante después. Igual que su origen concreto: los Balcanes. He aquí otro
conflicto interno que sólo gana entidad a posteriori ante nuestros ojos.
Es una musulmana peculiar, al menos a los ojos de un occidental que conozca lo
justo sobre esta fe. No la vemos ejecutar ninguno de los rituales comunes que
pudiéramos conocer de esta religión, y tampoco se percibe en ninguna de sus
costumbres. Su obsesión parece distanciarse justamente de esa doble condición:
extranjera y de una religión diferente. Por eso le dirá a un anciano al que
visita (de prueba, en un posible trabajo) que ella es sueca. Por eso, se
presentará para ganarse esa prueba, impulsiva, en la oficina, pidiendo que no
consideren que Abdulahovic significa lo que parece (de nuevo, en esa crudeza
con la que parece que desprecia a quienes hayan emigrado a Suecia como
musulmanes que se reconocen como tales).
Hay un aspecto extraño en la protagonista: con facilidad para esos lazos que ha creado en torno suyo, en cambio la notamos en una soledad relativa, en especial desde que su despido le aleja de continuar conviviendo más a menudo con sus amigos.
La
sesiones con una supervisora del servicio de empleo responden al realismo, y
poseen el tinte humorístico o deprimente que cada espectador que haya pasado
por lo mismo pueda superponerle. Lo relevante de estas escenas es que Rasa
observa ese aire de rendición de los demás con cierta distancia. Ella no se va
a rendir. No puede. Y cree que eso es suficiente.
Toda
esta concreción, todo esto que vamos descubriendo de manera paulatina sobre
ella, hace que el discurso de Eat Sleep Die pueda oponerse bien a ese otro que
todos conocemos. El discurso del sistema, el discurso de la responsabilidad, de
las obligaciones, el mantra que escuchamos los adultos más de una vez. No es
que éste no tenga elementos de verdad, sino que Pichler logra que lo
cuestionemos.
Porque
sí; como le dice el de la oficina de empleo, es hora de decidirse, de que deje de insistir
(¿infantilmente?) en que no quiere dejar el pueblo o a su padre. Porque sí;
Rasa, es probable, se ha adueñado de un rol de “madre” de Pappan que tal vez
sea excesivo.
Porque
sí, en España conocemos bien ese discurso, hay que buscarse la vida, aunque
signifique marcharse, no de tu ciudad, de tu país, de tu familia, de tu
comunidad. Y puede que, ya digo, en esto haya algo de verdad.
Pero
negar sus efectos sería, de cualquier modo, hacerla una verdad a medias.
Cuando
ese chaval, su amigo, deja que Raša le visite en su nuevo trabajo, le enseña
las vacas. Antes, el guión nos dejó saber que, a las preguntas de la supervisora
del servicio de búsqueda de empleo, el chico afirmaba que su sueño era ser
veterinario. Otro sueño absurdo, desde ese punto de vista lógico y racional, ya
que él dejó los estudios. Pero aquella información ahora adquiere su giro
dramático; aquel sembrado tiene su payoff. En ese nuevo empleo que ha obtenido,
gracias a un familiar, el chico no sólo no hace lo que quería. Es que hace lo
opuesto. Le cuenta a Raša que asiste en el matadero. Comenta la sangre, la
suciedad. La siguiente escena deja ver sus lágrimas. Raša había ido a verle,
recién venida de una feria, con la cara pintada a lo Chaplin, y lo había
convencido de que se pintara también él. Ahora, después de ese momento con las
vacas, de vuelta a esos paisajes donde no hace tanto pasaban el rato, felices,
el chico llora en silencio. Sobre esa cara de payaso. Así acaban los sueños.
Al
final, la protagonista hará lo que tiene que hacer. Lo responsable. Ello se comenta en la
escena última, donde celebran una comida de despedida. Se mudará a otra ciudad.
Sin que ahonde yo más en esta escena, diré que coincido con esta reseña. Cuando la fuerte, impetuosa, incansable protagonista asimila el dolor que
todo lo sucedido le produce la actriz remata ese trabajo tan estupendo que
hemos visto durante toda la película.
A
la salida de la película, escuché a dos americanas comentarle a su guía español
que la película les había resultado demasiado deprimente. Me tentó intervenir y
explicarle que “deprimente” es la palabra adecuada para el estado de las cosas
ahora mismo en Europa. Pero quizá me hubiera equivocado, porque, además de
apropiada al momento que vivimos, Eat Sleep Die ofrece una protagonista
demasiado apasionada y viva para que la nota de ánimo sea la de la simple
tristeza. Aunque algo de melancolía es inevitable cuando se nos ha contado cómo los lazos de una comunidad han de sacrificarse en pos de ese cumplimiento de deberes.
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