Lo sé. Isabel Allende no está en el círculo alzado a los altares por la crítica. No está a la altura de esos popes, que tanto han calado en nuestros estudiosos, y, claro, en algunos autores. Pero admito que me ha sorprendido, esta lectura, Cuentos de Eva Luna, que ha sido una especie de obligación, para cierto curso.
Primero, porque cuando no se le va la mano hacia lo cursi (Clarisa lo bordea, por ejemplo), Allende (esta Allende de los primeros tiempos, tan lejos, me temo, de la escritora de best sellers de hoy) consigue momentos muy intensos, bien de crudeza (Si me tocaras el corazón), bien de belleza, (la historia entera de María, la boba, o el desenlace de Tosca, o El pequeño Heidelberg) .
Segundo, porque, como relatos, muchos funcionan bastante bien. Es verdad que a medida que estos se extienden (y esto se da, curiosamente, cuando se va llegando al final), no es sólo el ritmo lo que decae. Mientras más se adentra en lo sociológico (y sus encuentros con lo religioso), tal vez la autora se introduzca demasiado con sus juicios y percepciones. Mejor, cuando todo adquiere ese tono de "cuento", en el sentido de lo maravilloso, y la cierta abstracción (pese a que Allende también utiliza más de una vez un pueblo que viene a ser un hermano menor de aquellos territorios imaginados de los autores "grandes", como el Macondo de Gabriel García Márquez).
Se me ocurre una excepción: el que cierra la colección: De Barro estamos hechos. Un día habría que interesarse por comparar o analizar cómo Allende aquí abandona lo mágico, y se va -sólo un poco, es verdad-, a ese ambiente urbano que luego tanto reivindicarían los hijos que mataran a los creadores del realismo mágico.
Segundo, porque, como relatos, muchos funcionan bastante bien. Es verdad que a medida que estos se extienden (y esto se da, curiosamente, cuando se va llegando al final), no es sólo el ritmo lo que decae. Mientras más se adentra en lo sociológico (y sus encuentros con lo religioso), tal vez la autora se introduzca demasiado con sus juicios y percepciones. Mejor, cuando todo adquiere ese tono de "cuento", en el sentido de lo maravilloso, y la cierta abstracción (pese a que Allende también utiliza más de una vez un pueblo que viene a ser un hermano menor de aquellos territorios imaginados de los autores "grandes", como el Macondo de Gabriel García Márquez).
Se me ocurre una excepción: el que cierra la colección: De Barro estamos hechos. Un día habría que interesarse por comparar o analizar cómo Allende aquí abandona lo mágico, y se va -sólo un poco, es verdad-, a ese ambiente urbano que luego tanto reivindicarían los hijos que mataran a los creadores del realismo mágico.
Además, es curiosa esa pretensión (no sé si conseguida del todo) de un análisis amplio de los personajes femeninos. El hecho es que la mayoría de los hombres son peleles, machitos encarados, fortalezas que se derrumban pronto cuando hay una mujer. Y por ahí, quizá Allende se exceda en los tipos, y se arrebate mucho en las pasiones. Supongo que por ahí vendrán las críticas oficiales. En todo caso, este esquema tiene relatos muy válidos (si excusamos algún desliz) como Niña perversa.
Eso sí, absténganse los que odien los adjetivos, los colores, lo fantástico.
“Bailando y bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y en cada paso estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la música más vibrantes, los pies más rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces vio que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró girando y girando con los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de chocolate.
El tenor le indicó a los músicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para siempre, porque comprendió que con la última nota el Capitán despertaría de su ensueño y el recuerdo de la Niña Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los viejos parroquianos el Pequeño Hidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas, hasta que por fin La Mexicana, con su arrogancia trasformadora en caritativa ternura, se levantó y avanzó discretamente hacia las manos temblorosas del Capitán, para bailar con él.”
El Pequeño Heidelberg. Isabel Allende. Cuentos de Eva Luna. 1989
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