“Dirty Wars” (Rick Rowley, 2013) es un documental del género
“actualidad” donde se explican la creciente tendencia de los Estados Unidos,
desde la Guerra de Irak, de realizar ataques, a distancia o en redadas, sobre
poblaciones civiles, sin informar o siquiera justificar las muertes ocasionadas
a personas inocentes. Como si fuera el contrapunto apasionado de “Citizenfour”,
el documental informa de hechos con mejor ritmo y mayor capacidad narrativa,
pero fracasa en cuanto su apasionamiento desemboca en el efectismo.
“Dirty Wars” es consciente de que lo que cuenta es importante. Expone
secretos, desarma a un gobierno (uno que, tras George W. Bush se prometía
diferente), plantea cuestiones acuciantes. El mensaje tiene esta fuerza. En
cambio, cabe preguntarse si la investigación periodística por escrito se ha
pasado a imagen de la forma más consecuente.
Se prima el contenido sobre la forma y, desde esta primera decisión
creativa, el documental sufre. Como sucede a veces con el propio reporterismo
en España, donde el que toma las decisiones está en los despachos de redacción, los
detalles de dirección quedan muy limitadas, cuando no son inexistentes. Para
momentos donde lo relevante del recursos es “escrito” no hay su contenido
visual correspondiente que se le ajuste. Muchos de esos momentos tienen
simplemente lo que en la industria llamamos (precisamente) “recursos”: planos que ayuden a cubrir el
“total” de “voice over” correspondiente. Aquí, esos “recursos” son tan claros
que se notan las costuras en demasiados momentos. Es el peligro común de
este tipo de documentales periodísticos o de actualidad. Jeremy Schahill, el periodista que lo centra todo, es sin
duda un periodista de investigación inteligente, hábil; necesario. Su trabajo y
sus riesgos, en cierto modo, su cruzada por la verdad merece atención. El
problema es que el modo en que aquí se optado por aumentar esa atención en ocasiones
roza el objetivo opuesto. Todo no vale.
La estética es relativamente básica, aunque hay quien ha visto en la
fotografía y el montaje un intento de asemejarse al “thriller” de ficción de
los films de Jason Bourne. Puede que se juegue con el misterio y cierta trama
(al cabo todo se apoya en esa investigación) pero de cualquier modo habría que
saber si el estilo “Bourne” (suponiendo que se refiere en concreto a los films
de Paul Greengrass) no es de veras más una importación previa al estilo
periodístico y de reportaje.
Nada de esto molesta tanto como algunos detalles de realización. Justo
porque ésta no se pliega bien (no ilustra ni complementa) los momentos en que no se sigue a la
acción y entra la “voice over”, es más posible que se haga notar, en sus peores
decisiones. Por ejemplo, los detalles un tanto obvios o incluso desfasados ya,
como la congelación de planos más la suma del efecto de “clic” de una
fotografía. Otras ideas proceden de estéticas prestadas de la publicidad más
burda, como la escena de un partido de fútbol de chavales, rodado de forma muy
hermosa pero sin justificación narrativa o dramática. Otras veces se acude a
elementos importados de los documentales usuales de los grandes canales, como
un “paneo” (una panorámica) acelerado para los tejados de una ciudad en Yemen.
Otra decisión particular afecta justo al tema. Otorgarse el
protagonismo de la narración posee sus riesgos. La
investigación de Scahill en el hilo central, idea de guión que es efectiva, pero que exige
que sea él el foco; el protagonista. Por una parte, puede despistar de lo que
se está contando; por otra, tiene un componente narcisista del que es difícil
librarse.
Sobre lo segundo es cierto que una cámara muy pendiente, por necesidad,
de Scahill coquetea con convertir sus gestos en falsos. “Ahora reviso unas fotos
con gesto reconcentrado”, “ahora escucho este testimonio de yemeníes
bombardeados con cara afectada”. Se aproxima a la ficción, a representar
acciones y momentos para la cámara, y en un documental que se pretende serio y
fiel a “la realidad” ocasiona cierto choque.
En cambio, sobre lo primero, en cuanto a la historia los efectos son
beneficiosos. Al fin y al cabo, “Dirty Wars” lo que hace es seguir el hilo, de
un dato o una pista a otra, como nexo. Y Rowley se convierte en quien la empuja,
quien la busca, y hasta, en ciertos momentos, quien se encuentra sus
correspondientes oponentes.
Es la doble particularidad del documental; en tanto que narra, el tema
adquiere fuerza: ir desvelando inquinas cada vez peores funciona. Pero en
tanto que el que narra es el periodista en primera persona hay un algo aquí de traspasar un aliento de "héroe" a éste.
Un entrevistado le cuenta a Scahill una historia de las barbaridades ejecutadas por algunos militares estadounidenses. El "total" acaba definiendo, y esto es impagable, a aquéllos como "los talibanes americanos". Pero la cámara no se queda en el entrevistado sino que siente que necesita moverse hacia Scahill.
El gesto congelado y aumentado de Rowley cuando Jay Leno le hace una
broma intempestiva en un momento del programa al que acude comunica esta
dualidad muy bien. La irónica posición del periodista es que está tan implicado
en su trabajo (en su cruzada) que los medios y su “juego” (que sea él el foco
de atención) le sorprenden, le descolocan. Al tiempo, nada de ello le impide apercibirse de
que él está en el 90% del metraje de “Dirty Wars”.
En cualquier caso, esa línea narrativa, esa trama, facilita la exposición de datos
para sacar conclusiones en torno al tema de forma más efectiva. Es cierto que
Rowley añade en montaje alguna reflexión en esa “voice over” de Scahill pero en general deja hablar a
sus entrevistados y los extractos de noticias incluidos no tienen exceso de
explicación. Así sucede con la entrevista a Malcom Mance, un militar experto,
que afirma, al descubierto, que encuentra maravilloso el sistema de “apuntar y
disparar” (If it’s not “hard kill”, it doesn’t get played”). También, cuando se introduce
una felicitación de políticos estadounidenses al personaje que Rowley justamente se pasa medio documental
investigando. Este militar recibe los parabienes de todos cuando se le demarca
como el responsable último de un “éxito”: el asesinato de Osama Bin Laden.
Rowley sólo añade palabras en “voice over” que hablan de cuán impresionado
queda topándose con él en
televisión: al fin sale a la luz ese personaje misterioso que no localizaba).
Al segundo, deja una pausa, para dar pie a que el espectador escuche más lo que
los políticos dirán a continuación. ¿Pueden ese tipo de operaciones continuar
realizándose, de forma más eficiente… y en todo el globo?
Con estos ingredientes narrativos y un buen ritmo soportado sobre el
esquema (simple pero de nuevo, funcional) de “trama
-reflexión-trama-reflexión”, vamos aprendiendo que los Estados Unidos de Obama son
iguales de invasivos y de “ilegales” en cuanto se trata de qué estiman
necesario y justificable en su guerra contra el terror. También, cuando se
trata de sus propios ciudadanos. De ahí, esa pequeña, llamémosla, subtrama, en
torno al musulmán estadounidense que evoluciona de ser un imán pacífico a un
objetivo militar en toda regla. Pese a ser ciudadano de Estados Unidos, su
Presidente puede ordenar su muerte en aras de la seguridad nacional. Sin
juicio.
Lo mejor de "Dirty Wars" es ver la capacidad de seguir pistas y datos de Scahill.
Todo ello es interesante, escandaloso, relevante. Sin embargo, donde se rompe la paciencia de soportar la forma en favor de ese fondo es cuando Rowley cree que necesita agitar al espectador. Como si
tampoco fuera consciente de que es probable que predique a
conversos.
Esa paciencia tal vez se sobrepasaba ya con cierta
manía por ser “literario”. De cuando en cuando Rowley entiende que el formato
documental debe permitir un tanto más de reflexión en el guión que la pura unión de datos.
Sería el equivalente a aquellos periodistas que se permiten licencias poéticas en
sus escritos, sólo que aquí, al menos, no siempre chirrían ni son pretenciosas.
El mejor ejemplo es cuando contrapone los discursos de Obama y el imán radicalizado justo en
esa similitud de la contradicción: uno evolucionando de imán moderado
(impagables las imágenes de un viejo reportaje donde se mostraba contrario al
radicalismo); el otro, alejándose de las promesas de ser distinto a la administración Bush en cuanto a derechos constitucionales. El problema es que todo esto es, de nuevo, “literario” en el
sentido más literal (y perdonen la reiteración): por escrito, quizá funcionara.
Mientras suena esas “voices over” de Obama y el imán, en imagen, Rowley ni
siquiera contrapone dos discursos sino que muestra… un tren elevado. Como muchos reportajes televisivos,
esto es radio, no audiovisual. Se podría hacer el experimento de no “ver” “Dirty
Wars” sino tan sólo escucharlo.
Aunque si fuera radio tampoco sería de la mejor calidad. Ahí
está la manía de la música para el énfasis dramático. A veces a Rowley no le
basta con acudir a melodías dolorosas (de inspiración árabe) sino que tiene que
mostrarnos el horror cara a cara. He ahí la cuestión: si ya nos enseña niños
muertos y heridas abiertas, ¿era necesario además esa música? ¿Es que el
periodismo ya no sabe confiar en que los hechos nos “muevan”?
En este sentido, “Dirty Wars” ofrece más múscula narrativo que “Citizenfour” y menos frialdad y distancia, pero, a cambio,
lo contagia todo de una sensiblería que, si nos habláramos de temas
“políticamente correctos”, se acercaría a la pornografía sentimental. El repaso
de la vida de un adolescente asesinado en un ataque con drones es el ejemplo
más claro. A modo de clímax, revisionar vídeos domésticos del chaval parece un
detalle de sobredosis emocional.
Los planos de su habitación vacía que luego vemos, las palabras de su
madre que luego oímos, hubieran bastado. Y hubieran bastado sin esa banda
sonora insistente.
Si ya la ficción políticamente correcta pero plana en el fondo y en la
forma ya había abierto la puerta a la tendencia a juzgar los contenidos o los
mensajes (¿las ideas?) por encima del modo en que se expresan, parecería que en
el documental, el territorio del “tema”, esto cada vez se asienta más como
posible vicio. Todo esto llevaría a una reflexión muy pertinaz sobre si es que
acaso hay un canon de temas “mejores” y “peores”, que ya aglutinaran, a priori, el favor de la
crítica y al público. Una reflexión que, de paso, quizá sea además urgente en
España, viendo los últimos documentales premiados por los Goya.
"Diry Wars" tiene como agente de ventas a Betta Pictures. En España puede verse en la plataforma Filmin.
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