Otra crítica que no excluye los posibles errores de Perturbaciones es ésta. Si la leen, a lo mejor les pasa como a mí: que querrían saber exactamente por qué “sí” unos relatos, y “no”, otros.
¿Pero es un mal relato? Yo diría que no. Diría que hay aquí un esfuerzo, por ejemplo, por que el pescador de otro tiempo con quien se encuentra el protagonista hable un lenguaje apropiado y creíble. Si el protagonista sonara “más contemporáneo”, puede que ganara.
El relato de David Roas tiene una temática que ya nos suena (¿no era Borges el de quién sueña a quién?), aunque, sin duda, causa esa perturbación tan buscada. Tal vez lo que descoloque sea que este universo retratado no es uno “normal” donde “penetra” o “irrumpe” el elemento fantástico. Aparte, déjenme ser un poco crítico: la redacción y alguna que otra expresión merecerían una revisión.
Hay aquí una mezcla de realismo, lugares reconocibles (un hotel, unas vacaciones) que se van convirtiendo en una historia hacia la pesadilla, sin desbocarse antes de tiempo, y sin que dejemos de sentirnos perturbados: el fondo de eso que ocurre (o no, no es obvio) es una especie de deseo tabú que tendrán muchas parejas jóvenes. Vaya. Se nos había olvidado Freud, y lo cierto es que más de él podría usarse para ese movimiento hacia la perturbación.
Tendré que arriesgarme. Saltemos de vuelta a la crítica de El lamento de Portnoy, y entresaquemos eso que también apuntaba Alejandro Luque en Estado Crítico. ¿Los peores relatos son aquellos que se inundan de “tradición”, pero no la “superan”? Por cierto, que sigo hallando curioso que, pese a todo, nadie señale del todo.
Veamos. Sospecho, aunque puedo equivocarme, que por eso Masacre descartaba La mujer de verde, de Cristina Fernández Cubas. Por una parte, habría que tener en cuenta que es una autora “de las mayores”: nacida en 1945. Por otro, el hecho de que lo narre un personaje no me retrotrae a los clásicos, al menos, no inmediatamente. Además, me convence esa voz, me la creo, y no es poco, cuando encuentro en muchos relatos que los personajes narradores se desbocan en impresiones demasiado intelectuales o demasiado poéticas. Puede que sea de esos cuentos “redondos” que tanto preocupan a algunos críticos. Puede.
De cualquier manera, me parece mejor que otros relatos que quizá sea de esos que molesten a El lamento de Portnoy. Por ejemplo, El espíritu del griego.
Por cierto, a medida que reviso y repaso, me da que Muñoz Rengel ha tenido un criterio extra. Puede que no sólo se trate de una revisión cronológica; puede que se haya intentado elegir relatos que traten los diferentes motivos o temas del fantástico.
Porque las referencias que tengo del autor de este último relato, Manuel Moyano, son muy buenas. ¿Será que, de nuevo, es el relato erróneo para incluir aquí?
Otro relato sobre el que se cierne la sospecha, según Masacre. El de Ángel Olgoso. ¿Es un mal relato? Vaya: no es tan sencillo. Lo que –insisto, he de deducir- a El lamento de Portnoy puede que sea el estilo. ¿Tiene sentido escribir como hace dos siglos? Es, claro, lo mismo que esgrimen los posmodernos. Tienen razón y no tienen razón. Sí, es posible que las historias de aquí y de ahora pudieran buscar sus propias formas. Aunque, me pregunto yo, si esto del estilo no acaba por ser un debate un tanto yermo.
Pensemos en Clint Estwood. Eastwood es, en general, un director casi alabado en los salones de los críticos. Tiene dos películas justamente posmoderna, por aquello de revisar los tópicos, temas, iconos y hasta arquetipos del western: El jinete pálido y Sin perdón.
Ambas son muy estimables, aunque la primera no ejercía apenas distancia. No pretendía tanto esa revisión actualizada. ¿Importaba? Bueno, es cuestión subjetiva, claro. Yo conozco esos lugares comunes donde te dirige la acción (el supuesto predicador que se va implicando más y más; que se embarca en una primera pelea; que se enamora de una mujer que no puede tener, etc). ¿Me importa?
¿La ficción clásica es “más falsa”? Yo así lo encuentro cuando reviso One Million Dollar Baby, y no digamos esas otras películas de Eastwood que se quedan en nada.
A lo mejor, empezó, sin darse cuenta, por revisar los géneros, y ha acabado haciendo esa especie de contradicción histórica: hacer cine clásico en el siglo XXI.
¿Y entonces?
Volvamos al relato de Olgoso. Los palafitos cuenta cómo un personaje penetra, sin pistas ni señales que lo indiquen, en un tiempo alternativo, donde la Historia ha avanzado en un sentido muy distinto. ¿El estilo? Igual que el vocabulario: cuidado, sin duda, pero un tanto excesivo. Por un lado, “te saca”, cosa que, siendo un relato “clásico”, va contra sus mismos presupuestos. Por otro, retarda la acción.
¿Pero es un mal relato? Yo diría que no. Diría que hay aquí un esfuerzo, por ejemplo, por que el pescador de otro tiempo con quien se encuentra el protagonista hable un lenguaje apropiado y creíble. Si el protagonista sonara “más contemporáneo”, puede que ganara.
Además, encuentro peculiar que Los palafitos no acuda a ese giro final o a la sorpresa, más propias de esos relatos “redondos”.
Sigamos.
El relato de David Roas tiene una temática que ya nos suena (¿no era Borges el de quién sueña a quién?), aunque, sin duda, causa esa perturbación tan buscada. Tal vez lo que descoloque sea que este universo retratado no es uno “normal” donde “penetra” o “irrumpe” el elemento fantástico. Aparte, déjenme ser un poco crítico: la redacción y alguna que otra expresión merecerían una revisión.
Niños hundidos de Miguel Ángel Muñoz es de los mejores, según mi opinión. Y su relato, aparte, tiene esa ventaja de las antologías: ya me dan ganas de leer más del autor. Además de la apropiación poética de ciertas imágenes (“…la aparición de los primeros bañistas, guerreros tempranos lanceando la arena con sus sombrillas cerradas”), pienso que quizás sea el que mejor respeta la definición de fantástico que hacía Muñoz Rengel.
Hay aquí una mezcla de realismo, lugares reconocibles (un hotel, unas vacaciones) que se van convirtiendo en una historia hacia la pesadilla, sin desbocarse antes de tiempo, y sin que dejemos de sentirnos perturbados: el fondo de eso que ocurre (o no, no es obvio) es una especie de deseo tabú que tendrán muchas parejas jóvenes. Vaya. Se nos había olvidado Freud, y lo cierto es que más de él podría usarse para ese movimiento hacia la perturbación.
El relato de Ignacio Ferrando habla del doble. De nuevo, Rengel quizás quiera temas significativos. Sea como fuera, me ha gustado. ¿Es muy redondo? No sé. No sé si bebe en exceso de Poe u otros que hayan tratado esta temática. Sé que te lleva. Que te conduce con facilidad. ¿Es éste un valor menor? ¿La narración no debería también ser capaz de subyugarte así?
Ya digo que son preguntas que me hago; no sé las respuestas.
Ya digo que son preguntas que me hago; no sé las respuestas.
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