lunes, septiembre 18, 2006

RELATOS DE CIENCIA-FICCIÓN: BRIAN ALDISS Y LA DISTANCIA



Me temo que yo no he arribado a la ciencia-ficción por el que supongo es el usual camino. Mi adolescencia no se superpobló de best sellers, o libros de bolsillo firmados por los autores conocidos (Asimov, Clarke), sino que la llenó una infinidad de géneros y temas. Mi “selección” se encuadraba en esas mismas ediciones de bolsillo, y algunas bajo el signo de los best seller, sólo que de selección había más bien poco, y era un cúmulo caótico y sin criterio. Sin definición clara por géneros o temas, mi entrada a la madurez no llevó el que sería primerizo interés a su subsiguiente estadio.

La verdad es que he llegado con mayor gusto a este género por una vía secundaria: los relatos. De modo ocasional, cayeron en mi regazo libros y autores, en su versión novela, pero andaba yo, por entonces, un tanto desplazado al ojo cinematográfico. Encontraba en cada página una posible traducción a cine, y así desaprovechaba el placer simple de la lectura.

Pero hace relativamente poco, he dado en buscar relatos. Los clásicos dan lecciones maestras, y los “grandes” te convocan piezas inolvidables. Sin embargo, mi persecución siempre deriva a entremeter, entre clásico y clásico, cuentos de ciencia-ficción.

Me gusta la originalidad. Sé que todo está dicho y escrito, pero esta afirmación se me antoja un tanto excesiva y general. Hay grandes obras (literarias, cinematográficas) que transmiten personajes, situaciones o meras historias con las que conocemos más y mejor nuestro mundo (el interno también). Pero si quiero que mi imaginación se excite, si deseo el tránsito por esa peculiaridad de la literatura que es la conducción a imágenes inusuales o desconocidas, recurro al género fantástico o de ciencia-ficción.

Puede ustedes hacer el ejercicio. Lean cualquier novela realista, incluso una que sea buena, una que sea grande, y luego tomen un desvío por alguna obra de ciencia-ficción, incluso uno que no sea bueno, que no sea grande.

A mí me sucedió con dos novelas de Gregory Benford, A Través del Mar de Soles y Abismo frenético. Poseen una tremebunda extensión, una torpeza para con la creación de personajes, y el par de teorías científicas se expresan de un modo descriptivo más que intercalado con sabiduría en el entramado narrativo. Además uno no asimila del todo las posibilidades ciencia-ficticias. Pero la miríada de imágenes, las situaciones de unas criaturas con composiciones tan diversas, los escenarios imposibles, desbocan nuestra necesidad de representarnos todo este conjunto.

Luego, no leemos, como a veces sucede con las novelas realistas o psicologistas, un ensayo sobre los sentires, los amores, las traiciones, o el caos del mundo contemporáneo. Sucede como con Lovercraft, cuyas historias funcionan mejor o peor, pero cuya fuerza impactante se expone en los paisajes y sus habitantes (oscuros, extraños hasta el terror para el autor, aunque no tanto para el lector, que casi lo lee como ciencia-ficción, y pienso en el relato En la noche de los tiempos)

Vuelvo a los relatos, porque es ahí donde creo que todos podemos adentrarnos en el género sin que la sesera se haga un esgince en explicaciones científicas un tanto truculentas.

Creo que la mejor introducción pudiera ser Crónicas marcianas (The Martian Chronicles, 1950) de Ray Bradbury. Porque es un libro de relatos de una fuerza poética bastante poderosa, y porque, al cabo, aprovecha la ciencia-ficción para propuestas de tristeza y tragedia.

Yo, en particular, ando comparando los relatos de J. C. Ballard y Brian Aldiss, que son ya popes, en esto del género.

Y digo comparando porque he ido un poco más allá de esa cualidad inspirativa imaginaria. Me dicen o me digo que lo de la búsqueda de la sorpresa o la originalidad quizá sea un estancamiento infantil (aunque si no jugamos, y el juego es un asunto muy serio, menuda vida nos espera). Así que me empeñé: descubriría qué hace un relato de esta clase más trascendente.

Recalco que la selección puede que sea injusta. Utilizo dos colecciones de Ballard contra una de Aldiss, que, además, pertenece ya a una etapa tardía, donde su genio (leo por ahí) no es tan obvio. Además, averiguo que la versión original incluye relatos que aquí no hallo.

Los superjuguetes duran todo el verano (Supertoys last all summer long, 2001, Random House Mondadori en la edición española) es una recopilación realizada a tenor de la película de Steven Spielberg AI (2001), cuyo argumento se basa en el relato que nombra toda la colección. La muerte de Stanley Kubrick, primer interesado en la historia de Aldiss, suponía un morbo adicional (aunque fuera en níveles “cultos”, también allá se dan los chascarrillos), y el prólogo del escritor británico es bastante divertido al respecto del eremita que fue director de cine (o viceversa). Además, al parecer, las editoriales estadounidenses consienten a los autores consagrados (en especial, a los consagrados mayores de 60 años) sólo mediante contratos leoninos en los que debe publicar mucho, y con regularidad.


Tal vez ése sea el problema, y también leo por ahí que es un conflicto que se extiende a otros autores, como el mismo Bradbury. Yo tengo mis dudas, porque he leído relatos del Bradbury anciano que me parecen extraordinarios (algunos de Algo más en el equipaje, One more for the road, 2002, aunque quizá ya no sean de ciencia-ficción), y tampoco este Aldiss es desechable del todo.

Lo primero que compruebo es que un relato constriñe las opciones a eso que tanto me fascina: el retrato de realidades alternativas. Aunque no estoy seguro de que debiera eliminarlo, porque Ballard sí permite maneras de encarar esta dificultad.

Un modo aldissiano de solventarla es que el mundo que se refleja, ese futurible, se sintetiza en datos y hechos. Los valores narrativos se circunscriben al recuento más o menos interesante; no se recurre a personajes como soporte. Esto sucede en III, La Decapitación, y Buey. Cuando no se hace uso de esta idea, mi impresión es que el relato gana, y es lo que sucede en Un problema de Matemáticas, en mi juicio el mejor de esta colección.

III tiene la opción de la ironía, más sútil en tanto que el narrador es una especie de máquina perteneciente a la compañía cuyas andanzas se cuentan. Suena como una de esas azafatas que describen al visitante de alguna corporación o industria las bonanzas de la historia de la empresa.

El humor, pues, es obra del autor, pero debe enmascararlo al plegarse a ese narrador cuyas intenciones son publicitarias, y no burlescas. Además, a medida que avanza el relato, poco divertido se vuelve las actividades explotadoras de esta compañía. Ello suple la falta de suspense verdadero, de elementos narrativos que nos conduzcan a la continuación de la lectura. Es leve, pero acaso suficiente, porque, cuando ni siquiera se da esta progresión, como sucede en La Decapitación o Buey, el relato se queda en una viñeta más o menos efectiva.

Imagino que no será muy original esta extensión de lo que hoy sucede, el afán capitalista y competitivo, a ficciones en un futuro de colonizaciónde otros planetas. La verdad es que no me atraen en especial esas ficciones, aunque puedo suponer que las novelas que traten el tema harán parecida extrapolación de los mecanismos sociales actuales a dichas colonizaciones. Lo que aquí es diferente es el narrador distante.

La distancia en la concatenación de hechos temibles a la vez que disparatados es también la estrategia de La Decapitación. Sin embargo, es un esquema que aquí desvela sus riesgos. Se agradece que las pistas para centrarnos en el género no caigan en la necesidad de explicación (es un comienzo in media res de género) pero ese batiburrillo de seres y situaciones en torno a la autodecapitación oscila con peligro en las meras descripciones. Me recuerda a aquellas escenas en que Woody Allen, en Celebrity, narraba un imposible programa de televisión con obispos y miembros del Ku Klux Klan en el mismo plató. No funciona del todo, y, al igual que el film del director neoyorkino, tampoco Aldiss supera apenas ese tono de denuncia exagerado o grotesco. Eso sí, hay momentos bastante divertidos, por lo absurdo, efecto que supongo se vuelve más soportable es dosis cortas, como el relato; como esta viñeta.

La hilazón de personajes (más bien, tipos, por su sucinta descripción) está más lograda cuando se enlaza en forma temática, un párrafo acaba con una idea fruto de la breve reseña sobre el personaje, y el siguiente tira de ahí para enlazar con el siguiente. Lástima que Aldiss no lo siga de modo coherente en todo el cuento.


En cuanto a Buey, los puntales narrativos son aún más escuetos, y de nuevo se nos da paso a otro tiempo futuro. No hay duda, eso hay que concedérselo, a que Aldiss plantea posibilidades curiosas desde aspectos que parecieran muy secundarios (el consumo de carne de vacuno). Pero me pregunto si cuando leemos un relato que nos sugiere mayor desarrollo, que nos inspira que se lleve a cabo en una novela, no es un relato fallido.

Esto no sucede en la mayoría de los relatos de la colección Zona de catástrofe, de J C Ballard (Minotauro, 1995), que ya comento otro día.

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